Personas sordas: con la mascarilla todo se complica e ir al médico es una odisea

Bea Costa
bea costa CAMBADOS / LA VOZ

CAMBADOS

Mónica Irago

El colectivo pide más intérpretes para poder hacer las gestiones del día a día

02 may 2021 . Actualizado a las 05:00 h.

Martín López Ledo no puede hablar como la mayoría, pero eso no quiere decir que no pueda expresarse, es más, este monfortino afincado en A Illa tiene mucho que decir. Las personas sordas quieren hacerse oír y en esta pandemia necesitan más que nunca que se les escuche. Si para el común de los mortales la mascarilla resulta un incordio, para ellos constituye una barrera a veces insalvable. La lectura labial es un complemento a la Lengua de Signos Española (LSE) de gran ayuda a la hora de entender al interlocutor con diversidad auditiva u oyente. Martín lo sabe bien. Es vendedor de la Once en la plaza de abastos de Cambados y, ahora, en ocasiones, tiene que recurrir al lápiz y papel para evitar malos entendidos a la hora de despachar un Sueldazo del fin de semana.

«Es una lucha diaria, tenemos una doble limitación», nos cuenta a través de Miriam Aller, que se brinda a realizar la interpretación en esta entrevista que, de otro modo, hubiera sido imposible. Su queja es compartida por su mujer, Isabel, también sorda; por Rosa y Duma, madre e hija vecinas de la parroquia de Castrelo, y por Fernando, un cambadés que tampoco puede oír y se suma de forma casual a la conversación.

Las mascarillas transparentes pueden ser una buena solución, como quedó demostrado con el niño de Cambados con TEA (trastorno del espectro autista) al que solo le hizo falta que él y sus profesores se pusieran una para recuperar el habla después de varios meses sin articular palabra. El Concello de Cambados se ofrece a entregarlas gratis, pero casi nadie las lleva, mientras la Federación de Asociacións de Persoas Xordas de Galicia sigue con su batalla para conseguir la homologación de este material.

Tapar bocas es una de los peajes de la pandemia; otra es la supresión de las citas médicas presenciales. Hacer coincidir las agendas de los intérpretes de lengua de signos con las de los médicos no es fácil, máxime cuando los horarios no se cumplen. La asistencia sanitaria se convierte en un calvario para las personas sordas y la frustración es constante, como lo es también hacer cualquier gestión por vía telemática. Cuando por fin se sientan ante la pantalla y tienen un intérprete a su disposición, a veces falla la conexión y todos los preparativos previos no sirven de nada. En el peor de los casos ni siquiera disponen de Internet, porque cuanto más rural y apartado es el lugar donde viven, más difícil se hace su día a día. En las aldeas, e incluso en pueblos como los de la ría de Arousa, no es fácil encontrar intérpretes en los colegios, en los juzgados, en los concellos o en los centros de salud; ni siquiera está garantizado este servicio, regulado por ley, en las urgencias del hospital, se lamentan nuestros protagonistas.

Estas carencias se mitigan en las grandes ciudades, donde, además de servicios, existen más posibilidades de relacionarse con otras personas sordas a través de las asociaciones y hay más vida social en general. A Martín le gustaría poder ir al teatro, al cine o a un concierto en el que se emplease la lengua de signos o, al menos, hubiera un intérprete, «¿o es que nosotros no tenemos derecho a sentir y emocionarnos con la música?», pregunta.

Algo se ha avanzado desde la ley 27/2007; hay informativos que incorporan la lengua de signos y canciones como las de Rozalén se pueden ya escuchar sin voz, pero queda mucho camino por andar. Si cualquier diversidad funcional es un hándicap a la hora de integrarse en la sociedad, lo sordera lo es todavía más, opinan desde este colectivo. Falta sensibilidad a la hora de ponerse en su lugar, de forma que cuando se adoptan medidas como el uso obligatorio de la de mascarilla se hace sin calibrar el coste añadido que supone para las personas con problemas de audición. El covid-19 ha cogido a todo el mundo por sorpresa, pero eso no debería ser excusa para arrinconar a las personas sordas. La clave está en la educación, insiste Martín, y lanza una propuesta: que se incluya la LSE como asignatura en la escuela, como el inglés o el francés.

Si difícil son las cosas en el sector público, en el privado están imposibles; contadas empresas invierten en formar a su personal en lengua de signos o en contratar intérpretes y, en estas circunstancias, ni es factible recibir un servicio eficaz como cliente ni las personas sordas tienen facilidades a la hora de prosperar en el plano laboral, quedando relegadas a puestos de menor categoría. Martín lo sabe bien. Hace poco acudió a un establecimiento de venta de comida rápida y acabó presentando una reclamación. «La falta de empatía fue grande, la persona que me atendió no estaba por la labor de facilitarme la comunicación, con un comportamiento distante, como si le molestase como cliente», explica.

Pese a su discurso reivindicativo, encuentra la manera de sacar hierro al asunto presumiendo de que quien domina la LSE puede comunicarse en un bar ruidoso lleno de gente y, llegado el caso, hasta hablar con la cabeza bajo el agua. En casa lo tienen claro. Para sus hijos (los dos oyentes) su lengua materna es la de signos. Quizá con el tiempo la LES logre salir del ámbito familiar y ganar terreno en la sociedad.

Duma no hablaba ni sabía que edad tenía cuando llegó a Cambados

Duma llegó a Cambados con el programa Vacaciones en Paz que permite a niños saharauis pasar el verano en Galicia, y ya nunca se fue. Tuvo la suerte de dar con Rosa y su familia, con quienes encontró mucho más que un hogar de acogida. No hablaba, no se relacionaba, daba tumbos por la casa y ni siquiera sabía cuantos años tenía. Al cabo de dos meses, cuando debía regresar a su campamento, su padre aceptó que se quedara en España y, tras la muerte de su progenitor, se estableció en Castrelo definitivamente y pasó a llamarse Duma Álvarez Fernández. Se le dio una nueva identidad, una edad (hoy 30 años), aprendió a relacionarse y, después de muchos avatares, por fin encontró un sitio en el que está cómoda: el centro ocupacional San Francisco de Vigo, adonde acude de lunes a viernes. No le es sencillo comunicarse, «e coa pandemia aínda peor», dice Rosa, su madre adoptiva, quien, además de aprender LSE, tuvo que batallar con un sistema que no siempre lo pone fácil. «Es increíble todo lo que lleva luchando Rosa, es un orgullo para nosotros», señala Martín López.