Benito Otero Dios: «Demos charlas ata en igrexas para que en Madrid souberan o que é o mexillón»

Rosa Estévez
rosa estévez A ILLA / LA VOZ

A ILLA DE AROUSA

Martina Miser

Fue de los primeros bateeiros, protagonista de los años míticos de la unión del sector

30 abr 2022 . Actualizado a las 19:58 h.

Todos los pueblos tienen sus mitos fundacionales. En A Illa, dice la tradición que todo empezó con trece familias. Benito Otero Dios asegura que sus raíces se pueden rastrear hasta aquellos pobladores originales: sus apellidos parecen reforzar esa teoría, aunque el apodo de la familia «da ferreira», arroja algunas dudas sobre el asunto. «Din que vén dun nome portugués», dice este carcamán de 87 años, sonrisa franca y memoria prodigiosa. Él es, en sí mismo, otro ser mitológico: es uno de «os vellos», aquellos hombres de las rías que decidieron apostar por una nueva actividad económica, la de las bateas, cuando parecía más una locura que un negocio.

Benito, en alianza con su suegro, colocó la primera batea en la banda sur de A Illa. «Alí non había ningunha», señala. Acababa de llegar de Alemania y un sexto sentido le hizo apostar por un sector naciente. «Naquel tempo había bateas feitas enriba de barcos. As nosas non. As nosas tiñan flotadores de madeira que nos fixo un carpinteiro. E armámolas nós», recuerda. No las hicieron mal. «Duraron unha chea de anos», explica Benito, que ha sido testigo de cómo ha ido evolucionando la tecnología del mejillón. «A cousa cambiou moito. En todo o sector», dice. Y no siempre para bien.

El mar se fue llenando de mejilloneras. Parecía lógico que quienes se habían sumado a esa aventura uniesen esfuerzos. Allí estaba Benito para arrimar el hombro: fue uno de los fundadores de la primera asociación de mejilloneros de A Illa. Y luego, uno de los impulsores de la primera federación de asociaciones, que presidió José Padín Montenegro.

Aquellos no fueron partos nada fáciles. Al principio, las bateas eran para sus propietarios un complemento más de su economía, que seguía girando alrededor de la almeja. «Cando chegaba outubro, querían ter a batea libre para poder ir á ameixa», señala Benito, que hizo suya la máxima de un amigo: «Díxome, vaite á batea todos os días, que vas gañar o xornal. Ao final, sempre hai faltas, cousas que arranxar, cordas que atar ben...». Benito se esforzó mucho para demostrar a los demás bateeiros que ese era un sector por el que apostar, al que dedicarse a jornada completa. Fue necesario trabajar mucho abriendo mercados a un marisco muy poco conocido. «Temos dado charlas ata en igrexas para que en Madrid souberan o que é un mexillón. Facíamos reunións onde nos deixaban, moitas en colexios, para explicarlles as amas de casa o bo que era o produto. E cando remataba a charla, regalabámoslle unha bolsiña», relata, esbozando una sonrisa al recordar el trajín de aquellos años .

Fue necesario abrir mercados y, también, tomar posición. «Loitamos moitísimo, pero o sector estaba unido. Conseguimos que os fabricantes e os depuradores puxesen avais no banco para garantir os cobros. Ese foi o éxito máis grande». Pero el tiempo pasó. «Chamábannos ‘os vellos'. Tan pronto como saímos os vellos e chegaron os novos, veña, empezaron a facer agrupacións aquí e alá». La unidad saltó por los aires. Y aún no ha sido reconstruida.

Un oficio duro, en el que todo se hacía «a peito»

Hablamos con Benito en el puerto de O Xufre, mirando los pantalanes en los que encuentra abrigo la flota bateeira de A Illa. La prodigiosa memoria de nuestro interlocutor nos permite viajar a «aqueles tempos nos que na Illa había vacas e toda a terra estaba cultivada». Él, como el resto de los rapaces, tenía que trabajar en tierra. Pero también en la ría. En aquellos años en los que el mar se recorría «a remos», en el que a veces se regresaba a tierra, tras largas singladuras, con las manos tan entumecidas que ni siquiera se podían abrir. Con once años, acompañaba a su hermano a recoger mejillones en las piedras. Por la noche, tras la larga jornada, aprendía lengua y matemáticas en una academia.

Con quince años, su padre le compró una embarcación. Con un compañero, iban seis meses a la almeja y los otros seis «á ardora: á sardiña, ás rinchas...». «Traballábase moito. Temos ido ata a ría de Vigo: levabamos a dorna nun barco, o Viriato, e traballabamos en Cíes», recuerda este isleño.

No dejó la faena en el mar ni durante la mili: le tocó en la Marina, en Ferrol y en Marín, y volvía a casa los fines de semana para trabajar, «levar o changüí» y colaborar con la economía doméstica. Siendo aún muy joven, antes de su aventura en la emigración, recogió mejilla para los primeros señores de las bateas, trabajo en un «barco da compra», iba a la zamburiña... Luego se marchó a Alemania, ahorró algo de dinero, y a la vuelta se construyó una casa y pudo empezar con el negocio de las bateas.

En cada una de las etapas que ha ido quemando, Benito puso toda su energía. A fin de cuentas, dice, ese debe de ser el secreto de la vida: vivirla con pasión.