«Un día Jorge espertou e non se movía»

Rosa Estévez
rosa estévez VILAGARCÍA / AGENCIA

AROUSA

MONICA IRAGO

Una enfermedad rara limita sus capacidades, pero el arousano defiende cada día su vida apoyado en su mujer

02 dic 2018 . Actualizado a las 17:38 h.

«Non me podo mover». Aquellas palabras, susurradas a primera hora de la mañana del 22 de mayo del 2012, marcaron el comienzo de la nueva vida de Jorge e Isabel. Él pronunció el enunciado con una voz extraña. Ella, escapando aún del sueño, se giró hacia él y se encontró con un rostro descompuesto que anunciaba que algo iba mal, muy mal. Sujetando su miedo como pudo, Isa subió a su marido al coche y se lo llevó al hospital. Al principio, los médicos pensaron que este ribadumiense, joven y deportista, había tenido un ictus. Pero aquel primer diagnóstico estaba errado: Jorge había sufrido un brote de neurosarcoidosis, una enfermedad tan rara como, en este caso, devastadora, ya que el sistema nervioso se ve afectado por la inflamación anómala de tejidos.

«Pasamos vintesete días no hospital provincial de Pontevedra», recuerda Isabel. Fue un mes muy duro, en el que Jorge recibía grandes dosis de cortisona. «Entre o que lle pasara, a medicación e todo o tempo que botou na cama, non sabía nin camiñar. Un día, para intentar que se movera, déronlle un andador, un taca-taca. Pero enfadouse. Dixo que aquilo non o quería». Y se enfadó. En aquellos primeros compases de la enfermedad, Jorge lo hacía muchas veces, incapaz de asumir lo que le estaba pasando. La movilidad perdida, el habla torpe, el dolor. «Ao final viñemos para casa; tivemos que empezar a vivir outra vida».

No fue fácil. Isabel dejó su trabajo y se consagró al cuidado de su marido, que necesitaba atención constante y que no acababa de entender por qué se había quedado atrapado dentro de su propio cuerpo, con sus facultades tan disminuidas. «Durante un ano non quixo saír da casa», cuenta Isabel. Un día logró convencerlo para dar un paseo por la aldea. Caminaba despacio, sostenido por su mujer. Pero un comentario de una vecina lo empujó de nuevo al ostracismo doméstico.

«Daquela engordara moito. Despois de estar no hospital pesaba 120 quilos, pola medicación e porque comía moito, penso que por ansiedade». Hasta que una doctora le llamó la atención. Y eso, sumado a las grandes dosis de optimismo que su mujer le inyectaba todos los días a base de sonrisas y confianza, hicieron que un día Jorge, por fin, se aviniese a entrar en el gimnasio municipal de Vilagarcía. «O primeiro día, cando entramos, todo o mundo quedou a mirar para el. Pasouno moi mal, e cando saímos non quería volver», cuenta Isabel. Pero ella logró convencerlo de que le diese una segunda oportunidad. Y lo hizo. «Ese día foi moito mellor... E ata agora, que se un día non pode ir, protesta». Tras años de ejercicio, Jorge ha bajado a 75 kilos y se ha convertido en uno más en el gimnasio. «Se non fora polo ximnasio, estaría postrado nunha cama», explica Isa. Lo sigue evitando por las tardes, porque hay demasiada gente «e agóbiase», pero por la mañana no falta a su cita con los estiramientos o con la piscina. «En sala, o que máis me gusta é a bicicleta», dice él antes de soltar una de esas risas perturbadoras que lo acompañan a todas horas. «É unha secuela máis da enfermidade», cuenta Isa. La sonrisa con la que ella lo mira a él, sin embargo, tiene otro nombre. Amor.

De un dolor en una muñeca a brotes en los que perdió movilidad y vista

Después de que la neurosarcoidosis entrase en su vida, Jorge empezó a mirar al mundo con ojos infantilizados por la enfermedad. E Isabel, siempre a su lado, aprendió a tragarse el miedo a que algo malo pudiese ocurrir. Otra vez. «Dunha volta chamei ao 061, porque de repente puxérase todo encarnado; e ao final non era nada», explica ella. Otras veces sí había motivo de preocupación. El último brote importante que tuvo Jorge ocurrió en febrero de 2016. La pareja se había levantado y se había ido al gimnasio. Cuando estaba él se estaba preparando para su clase de piscina, «decateime de que tiña os ollos en branco. Díxenlle que tiñamos que ir ao hospital, e el non quería, que quería ir á piscina». Obviamente, no le hizo caso. Para cuando llegaron al centro sanitario, Jorge ya no veía nada. Tras nueve días ingresado, «de repente, berrou: ‘¡Vexo a tele!’». Recuperó casi toda la visión, pero está condenado a vivir con otras carencias: no oye del oído derecho, tuvieron que operarlo de las dos caderas por problemas derivados de su enfermedad. Jorge, además, tiene un solo riñón. «Quitároncho cando tiñas quince anos, non?», pregunta Isabel, que intenta siempre que puede meter a su marido en la conversación. Él asiente. «Pensan que o que tivo daquela puido ser un primeiro brote da enfermidade», comenta.

En cualquier caso, el ataque definitivo de este mal se hizo esperar unos cuantos años. «Todo empezou nun pulso. Doíalle e fomos ao médico; deulle cortisona». Jorge, un carpintero de profesión, capaz de subir a diario -y a golpe de pedal- la ladera del Castrove, y que apenas había empezado a disfrutar de la vida con su mujer, no se imaginaba lo que aquel dolor anunciaba. Pero lo cierto es que, cuando le retiraron la medicación para aquel extraño dolor cuyo origen los médicos no encontraban, el mundo se puso del revés. Él, e Isabel, han aprendido a vivir así.