El chico bueno que acepta retos de madera y alma

carmen garcía de burgos PONTEVEDRA / LA VOZ

AROUSA

RAMON LEIRO

Se casó con 22 años con su novia porque «es lo natural». Fotógrafo y ciclista, la madera le ha enamorado

28 mar 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

Joel Martínez compraba en Ikea, como (casi) todo el mundo. Entre otras cosas, porque le gustaba y por el precio, como todo el mundo. Joel comparte, de hecho, muchas cosas con el resto del mundo, pero hay un par de ellas que lo hacen especial. La primera es que se casó con 22 años con su novia de toda la vida; vamos, desde los 17. Sin necesidad. Más bien al contrario. Solo por amor. Aun ahora, siete años después, habla de ella con verdadera admiración, y la contagia. Cuando se le pregunta por qué se casó tan joven, responde con naturalidad y un punto de valentía: «Es como se ha hecho siempre, es la gente ha cambiado ahora, que no se casa o se casa tarde». Y suena tan cierto desde esa sonrisa franca que se comprende su decisión enseguida. Igual que la de, unos años después, tener un hijo, Thiago, que cuenta ya uno y medio.

La segunda característica que lo diferencia de una gran parte de la humanidad es que es bueno. Con todo el significado de la palabra. Resulta tan complicado dar con alguien que tenga alguna palabra mala sobre él, que no compensa ni intentarlo. Y eso que durante años se dedicó profesionalmente a una de sus grandes pasiones: la fotografía, en diversos medios de comunicación, que en ocasiones conlleva estrés y una necesidad imperiosa de compañerismo. Son pocos los que le hayan visto una mala cara o una salida de tono.

Puede que por eso desprenda esa sensación de que las cosas son fáciles solo con que uno quiera que lo sean. No es solo una cuestión de palabrería. Su propia actitud ante la vida da fe de ello. Como cuando, tras seis años de trabajo, se quedó en el paro. Además de su experiencia profesional, tenía a sus espaldas los estudios de Imagen que había cursado en el Marcote, en Vigo, y los de Artes Gráficas que terminó en el Príncipe Felipe. «Siempre me atrajo mucho lo de las artes gráficas, pero claro, no tiene sentido, porque ahora ya no existen imprentas», dice, resignado.

Así que se centró en la segunda pata de sus aficiones: el ciclismo. Con su amigo Fran, propietario de una tienda de reparación de bicicletas vintage. Llegó a tener once, y con ellas viajaba por toda España patrocinado por el negocio pontevedrés compitiendo en pista; es decir, sin marchas y sin freno. «Así es como se corre en pista», explica, encogiéndose de hombros.

Se le dibuja otra vez esa sonrisa, que dice mucho más de lo que podría expresar con palabras. Fueron tres años que ni podrá ni querrá olvidar. Su mujer, Noelia, compartía su afición, y ella llegó a tener dos bicicletas. Aún las conserva y, de hecho, las utiliza. Él no. Las vendió todas. Solo conserva una, desmontada, en su pequeño taller, y el cuadro de otra. No quiere deshacerse de ellas, aunque ya no las monte. Parece como si su función de recuerdo, de activadora de sensaciones, fuese tanto o más importante que la que hizo sobre sus dos ruedas.

Ambos decidieron dejarlo cuando ella se quedó embarazada. Su compromiso con el ciclismo requería de demasiados viajes y demasiado tiempo fuera de casa. Y eso, a partir de ese momento, ya no iba a ser posible. Habían terminado ya de construir su casita en la finca que también alberga la de los padres de Noelia. Así que prácticamente están pared con pared. Frente a ambas, un árbol recién podado -por él, claro-, espera al verano para coronarse con el gran proyecto que tiene ahora Joel entre manos: construir una casa en lo alto de él para Thiago. Puede que el pequeño todavía no sea consciente de la ilusión con la que su padre se va a poner manos a la obra tan pronto la lluvia se lo permita.

Además, vivir junto a sus suegros tiene más ventajas. Por ejemplo, que él no podría haber montado su pequeño taller de ebanistería si la madre de su mujer no le hubiese insistido en que acondicionara un pequeño galpón para herramientas que tienen en el patio. Tal vez hable de ella tan cargado de cariño por esa razón, pero tiene pinta de haber miles de ellas más tras sus constantes palabras de ternura.

El caso es que gracias a ella Joel lleva dos meses recibiendo pedidos para hacer diferentes objetos en madera. Algunos son más originales que complicados, como la corbata que le encargaron para que un novio luzca en su boda; otros suponen todo un reto, como un lápiz de tatuador para niños, con ceras de colores intercambiables o el conocido que quiere que haga un atril de director de orquesta que se pueda plegar y guardar en su propia maleta. Al principio, dijo que no sabía si iba a ser capaz, así que no quiso comprometerse. Pero «un día estaba dándole vueltas con un amigo cuando, de pronto, nos fijamos en un metro de carpintero y encontramos la solución».

La cosa comenzó de la manera más inocente: su abuela falleció hace dos años. Por tradición familiar, ella la única que hacía regalos en Reyes, así que aquel año su familia se propuso conservar la costumbre y hacer que cada miembro regalase algo hecho por él. Joel talló dos bolígrafos y dos lápices en madera porque le resultaba sencillo, más que porque se lo pensara mucho. El resto es historia. Asiste por las tardes a un curso de Ebanistería en la que constantemente sorprende a su profesor con su habilidad en el dibujo técnico -«sobre todo por el tema de las diferentes secciones», matiza- , y aprovecha las noches, las mañanas y los pocos momentos que tiene libres para seguir dando vida a la madera. Con formas tan diferentes como le propongan. Algunas tendrán la suerte incluso de estar reservadas para proteger el mayor tesoro de Joel: serán la cabaña en el árbol de Thiago.