La Navidad de un fotógrafo arousano en el naufragio de la guerra de Siria

serxio gonzález / mónica irago VILAGARCÍA / LA VOZ

AROUSA

Óscar Vífer agarró su cámara y se fue a Lesbos, donde la vida de tanta gente cabe en una mochila

26 dic 2015 . Actualizado a las 23:38 h.

Hay chavales que escuchan un disco y abrazan una guitarra. A Óscar Vífer, fue la pasión por los ralis -«son y siguen siendo mi gran afición»- la que le puso una cámara en la mano. Estudió, aprobó y se sumergió en el mundo de la prensa, un entorno cada vez más duro para el que aspire a ganarse la vida en él. Dos periódicos y una agencia de noticias antes de dedicarse a la fotografía de producto. «Cada vez tenía más encargos y era más difícil vivir del periodismo». En verano, su último refugio laboral se vino abajo. Fue entonces cuando una idea se abrió camino entre sus pensamientos: «El tema de los refugiados se hacía cada vez más grande y perder el empleo fue la chispa que me hizo plantearme en serio el viaje». Desde el pasado domingo, Óscar plasma en imágenes la tragedia de quienes escapan de la guerra de Siria para encontrar en Lesbos una especie de purgatorio en vida.

«En un principio miré hacia la frontera de Serbia con Hungría, las famosas vallas y los viajes en tren, pero el icono real de la pesadilla que esta gente tiene que vivir para poder escapar de su país es cruzar el mar en esas pequeñas balsas». Así que su destino es esta isla, a la que los poemas de Safo colocaron en el mapa de la Antigüedad y el siglo XXI está bautizando como una de las patrias del horror y la ceguera.

El viaje, reconoce, fue agotador. De Vigo a Madrid, de Madrid a Atenas y de Atenas a Mytilini, capital de Lesbos, a diez kilómetros de Turquía. Cinco horas y media de vuelos en tres días.

El aterrizaje y la bofetada vienen juntos. «Dicen los compañeros que ya estuvieron aquí en verano que la llegada era mayor que ahora, pero hace unas semanas han empezado a llegar cada vez más barcas al sur de la isla, donde están llegando entre veinte y treinta barcas al día». El fotógrafo arousano argumenta que es preciso pensar en que el fenómeno es constante desde hace un año para cobrar verdadera conciencia de la magnitud de esta catástrofe. «Creo que todos los que hemos ido al cementerio de chalecos hemos pensado lo mismo, ahí es donde te das cuenta de lo que está siendo esto... Miles y miles de chalecos amontonados en una ladera. Impresiona».

Cómo no partirse el alma echando una mano ante algo así. «En la costa norte, que es donde tienen su base los socorristas catalanes, entre otros, cuando reciben aviso salen a buscar las barcas al medio del mar y las acompañan para guiarlas, si es posible, hacia zonas de fácil acceso donde los voluntarios ya están esperándolos». El protocolo continúa con la extracción de los chalecos, que acaban engrosando el tétrico cementerio, unas mantas térmicas para proporcionar calor y el camino hacia el campo más cercano, donde los expatriados de la guerra reciben algo de comer, un te caliente y ropa seca. Eso, si todo sale muy bien. Porque en esta encrucijada el fracaso es sinónimo de muerte.

Óscar se queda con las reacciones de los niños, que pueden dejar a cualquiera con la boca abierta. «Te sorprenderías ante lo bien que saben algunos las razones por las que tienen que irse de sus casas y dejar sus vidas atrás. Ver a un niño en estado de shock, sentado en la orilla, inmóvil completamente, aún con el chaleco puesto y la mirada perdida, agarrando un cochecito de juguete en una mano hasta que una voluntaria se acerca a él, le hace una caricia y le coge el coche, y en ese momento el niño vuelve en sí, sonriendo y queriendo jugar como si nada hubiese pasado». En Nochebuena -«hay zonas de los pueblos y casas adornadas, Lesbos no deja de ser una isla griega»- una niña de unos 7 años se volvió al bajar de la barca, hablando en árabe, preocupada, como buscando algo. «Cuando lo encontró -relata el fotógrafo-, en la mochila de su madre, vimos que era una bolsa de caramelos».

Óscar tiene billete de vuelta para el lunes, aunque tratará de quedarse hasta enero. Lo consiga o no, su última reflexión debería resonar en la conciencia de la Europa rolliza, la de las concertinas y la moral anestesiada: «Es inhumano que alguien tenga que guardar toda su vida en una mochila y emprender un viaje en el que las mafias se aprovechan y hacen negocios con ellos mientras atraviesan un calvario».

«Ningún padre ni ninguna madre pondrían en peligro la vida de su familia en una barca si el mar no fuese más seguro que su propio país»