Verano en el país de Nunca Jamás

Rosa Estévez
rosa estévez O GROVE / LA VOZ

AROUSA

MARTINA MISER

Caminamos con el responsable del Náutico y su móvil por San Vicente

17 ago 2013 . Actualizado a las 06:52 h.

Los sueños, sueños son. De esta cita de Calderón de la Barca hacen los adultos mil y una versiones. Los sueños, sueños son, dicen, y recomiendan amorosamente a sus hijos que abandonen sus ensoñaciones. Que dejen de querer ser astronautas, que devuelvan la guitarra al ángulo oscuro. Porque, como decía a John Lennon su tía Mimi, «con la guitarra nunca te ganarás la vida».

Ya sabemos, y no solo gracias a Mimi, que los adultos se equivocan. Hay gente capaz de hacer que sus sueños sean su vida. Son personas especiales, una suerte de agujeros negros que se tragan el ruido de los tópicos y de lo previsible. Miguel de la Cierva es uno de ellos. Hace unos veinte años se instaló en una vieja fábrica de salazón en la playa de A Barrosa. Y ha creado en ese local, en el que su familia había soñado un club Náutico, una reserva libertaria. Una república de silencios invernales y agostos intensos, como el color del mar.

Miguel se crio ahí. Precisamente ahí. Viendo crecer una urbanización escondida entre los pinos y corriendo libre entre las piedras y el mar. El lugar, de tan hermoso que es, tiene algo de mágico. Por ahí serpentea una senda de madera, motivo de orgullo para los grovenses. «Cuando la hicieron no me hizo ninguna gracia», reconoce Miguel. El camino marcado privó de intimidad a algunos de los rincones de su memoria. Como ese recodo en el que, de pequeño, descubrió una cara que para muchos caminantes pasa desapercibida. O una pequeña cala «con más forma de concha que La Concha de San Sebastián».

A nuestro acompañante, que se para a observar las moras que empiezan a tintarse, lo asaetea el móvil. Estamos en agosto, ese mes en el que abre su casa y brinda su hospitalidad a decenas de artistas. Coque Malla, Raimundo Amador o Iván Ferreiro han incluido la playa de A Barrosa en sus planes veraniegos. Llegan, tocan, hacen felices al público, y se pasan un par de días viviendo en un país de Nunca Jamás para adultos.

«¡Yo también quiero venir de vacaciones aquí», dice Miguel. El Peter Pan de esta historia no tiene que vérselas con ningún capitán Garfio, al menos que se sepa. Pero tiene que lidiar con los repartidores de refrescos, reservar habitaciones de hotel, encargarse de la comida, del sonido... «Es muchísimo trabajo. En agosto tengo una media de quince hijos, ¡imagínate!». Son muchos hijos, sí. ¡Pero cuántas satisfacciones dan! A Miguel se le dibuja una sonrisa. «¡Muchísimas!. A un médico del Hospital de O Salnés que está saturado nadie le agradece nada, a lo mejor hasta lo insultan. A mí la gente me agradece lo que hago!».

Y lo que hace, básicamente, es hacer que la música suene. Viva, en directo. Como a él le gusta. Hace años tocó en varios grupos, desde el pontevedrés Mínima Expresión al ferrolano Los Limones. Con esa experiencia a cuestas se enfrentó a ese gran momento en el que hay que decidir. Ese punto en el que muchos renuncian a los sueños, y en el que la mayoría de los niños «desaprenden a bailar».

Migue eligió el Náutico, con su seductora «pátina de decadencia». El primer verano el local abrió como «una broma». Luego, el capitán echó el ancla. Estaba convencido de que aquello podría convertirse en lo que es: un templo. «Me decían que los músicos cuando llegan a un nivel, ya no vuelven a tocar en salas», recuerda. No hizo caso a las advertencias, trabajó duro, y ahora, cada verano demuestra que esa «verdad» es mentira.

Con el cartel repleto de artistazos que mueven masas, podría haberse tumbado a la bartola. Pero, en estos tiempos en los que el miedo nos apremia a agarrarnos a lo seguro, Miguel ha decidido hacer una pirueta y colar entre los músicos que llenan a figuras aún desconocidas, pero cargadas de talento. «Son mis caprichos», dice. Son Juan Rozoff, que tocó anoche, o el Laboratorio N, música por partida triple. ¿Y no va a perder dinero? «No, voy a sembrarlo», bromea. Ya llegará otro agosto para recoger la cosecha.

La ruta parte del puerto deportivo de Pedras Negras, aunque se puede acceder a ella desde otros puntos, como la propia playa de A Barrosa. A lo largo del camino hay varios locales en los que comer. Y la oferta gastronómica de O Grove es inmejorable.