Miqui Otero: «La nostalgia es más que EGB y la mano loca»

O VALADOURO

MARCOS MÍGUEZ

Nos hemos ido de cañas con él por A Coruña. Nos habló de Marsé, de Tom Wolfe, de Cobi, del Rey de las Tartas, de la verdad: «Importa más una verdad emocional que la verificación del hecho en sí», asegura el autor de «Rayos»

28 ene 2021 . Actualizado a las 17:03 h.

«Si me muevo, estoy perdido», dice Fidel Centella en Rayos, la novela que ha traído en gira a Miqui Otero por Galicia. Este mod del 80 que vén sendo do Valadouro y que tuvo por «primer tutor» al Rey de las Tartas (dice con humor) aún se recuerda en O Paula. Al bar que tenían sus tíos en Mondoñedo vuelve Otero unos minutos. En realidad estamos en una taberna de la calle coruñesa de la Estrella. Él, su amigo el periodista Xesús Fraga, Pedro Ramos, que le ha traído a Libros en Directo, y yo, que miro su reloj. ¿Qué hora marcará? Quizá conozcan la definición más famosa de Otero: «La nostalgia es ponerse camisetas que te gustaban mucho y ahora no te caben». La nostalgia es, en concreto, esa camiseta de Barcelona 92 que le deja uno la barriga al aire, pero se la pone igual. Será que te hace feliz, sugiero. «No sé si feliz... A lo mejor es solo que no puedes evitar ponértela. O es el acto reflejo que te sale cuando te ves de adulto con miedos que tenías a esa edad en que te compraste la camiseta. Pero tiene una explicación neurológica, tú eres el mismo ahora que a los 14, tus células no se renuevan. Es normal que ante una cola burocrática, un desengaño amoroso o la enfermedad de un ser querido te sientas como cuando tenías 14 años». ¿Conservas la camiseta del 92?, pregunto. «Sí -dice y enciende cigarro y anécdota-. Yo tenía un primo que era el niño de los recados y acabó siendo la mano derecha de uno de los capitostes de los juegos olímpicos de Barcelona. ¡Era el Julien Sorel de las olimpiadas! Siempre me regalaba material de Barcelona 92, mi casa estaba llena de pegatinas, pins, juguetes del Cobi... En aquella época Francisco Casavella [primo de Miqui] estaba escribiendo contra la Barcelona olímpica ¡y yo no paraba de regalarle pegatinas! [risas]».

Ingiere con delicadeza expresiva el pulpo, los mejillones y el raxo que pedimos para picar. Miqui defiende su estilo en cada gesto. Tiene el gusto de Fidel por la ropa de segunda mano, «ropa de muertos», que le dice su madre, esa mujer que en Rayos plancha silbando Me olvidé de vivir de Julio Iglesias. «No es que tome muy en serio -dice Miqui-, pero busco a tumba abierta mi propio estilo, un estilo que podría fácil, pero es pensadísimo. Lo depurado siempre es mejor que lo ampuloso. Pero hay mucha escritura actual que busca que todo sea tan limpio..., que no haya riesgos, adjetivación, que las frases sean muy cortas. A mí me molan las novelas que no son perfectas, las que se puedan criticar por todas partes».

Bautizó la de sus padres como generación Duralex («Es como esos platos que o se rompen o siguen igual, pero nunca se descascarillan») y su relación con la nostalgia es «la de cualquier enfermo con su enfermedad -confiesa-. La nostalgia es reaccionaria y paralizante. Tienes o que huir de ella o escribir para demostrar su sentido». ¿No lo tiene en sí misma? «Sí. Lo tiene. Lo que quiero decir es que debes mostrar que tus nostalgias tienen razón. La nostalgia no es solo un ejercicio de '¿recuerdas cuando fuimos a EGB... o de cuando compraste la mano loca?'. No puede ser solo un enjuague», explica.

Como su personaje Fidel, Miqui se desorienta espacial y especialmente. Se pierde con los pies pero nos flipa a malabares de palabras. Da la impresión de que su voz se sabe la verdad. Tomamos café al frío sol, a dos números de la taberna en la que hemos comido y a la que él, dice, no sabría volver. Nos ha dado una anécdota de Marsé que dejó temblando el mentón de un yo romántico. Algo que le contó el creador de Pijoaparte, de cuando escribía sus primeros relatos y tenía una vecina muy guapa, mecanógrafa, a la que no sabía cómo conocer. Al parecer, o yo lo recuerdo de esta forma («lo importante es lo que recuerdas y cómo lo recuerdas», dice Miqui), Marsé lo hizo así: le pidió a la chica que pasase a máquina sus textos.

MARCOS MÍGUEZ

En Rayos suena, entre otras, esa canción que dice: «Mentira la mentira, mentira la verdad». «Imagínate -propone Miqui- que esta historia ya no es que se la haya inventado Marsé, sino que me la he inventado yo, imagina que jamás me hubiera encontrado a Marsé. Pero tú, por ejemplo, se lo cuentas a otra persona, ¿no? ¿Se lo explicas al servicio de... qué? De la vocación de contar. Escribir es una vocación que surge del deseo. Esto ya es real. Aunque se lo hubiese inventado Marsé, aunque me lo hubiese inventado yo, hay ahí una verdad importante». Pero no debemos caer en esa tentación de mentir deliberadamente, ¿no? «A ver... ¡voy a quedar como un puto mentiroso, y no, ¡esta anécdota me la contó Marsé! Lo que yo quiero decir es que si esa historia, inventada o no, se transmite, hay ahí una verdad emocional más importante que la verificación que pueda tener el hecho en sí. Mira, en los bombardeos de la guerra civil, la abuela de mi amigo Marcos Ordóñez vio caballos volando... Me refiero al humo de los bombaderos». Sí, pero eso no me parece mentira. Ella los vio. «No es mentira», asegura.

Recuerda. «La memoria recuerda el gesto, no la noticia. Acaricia los detalles», apunta Miqui moviendo las manos. Hay que fijarse en las manos de un escritor. Las suyas son cuidadas y resolutivas, pienso que podrían matar una mariposa y hacerla desaparecer. Quizá no.

La memoria de la Galicia de los veranos de la infancia está en Rayos, tratada, reinventada. Miqui recuerda como el Ford Orion de sus padres se convertía en verano en un DeLorean con destino a O Valadouro. Recuerda también la matanza del cerdo y los entierros «a la siciliana, con mujeres llorando en la cocina 24 horas». Pero «Galicia no es la Galicia que sale en Rayos, que parece que esté varada en el XIX. La de Rayos es una Galicia extrema y caricaturizada. Como las generaciones del libro». ¿No hay tanta distancia entre ellas? «No. Se parecen. Al final, Fidel es la suma perfecta entre su padre y su madre, como me sucede a mí».

Con Miqui coincido en Fante. Le digo que el Llenos de vida que late en estos Rayos me flipó. Y que de estos Rayos, que son varias cosas a la vez, puestos a elegir sin pensar, me quedo con esto: «Tenemos siete años: nos ponemos debajo de la mesa y aún decimos que es casa». «La infancia -dice Miqui Otero boli en alto- acaba cuando este boli deja de ser un avión». Su novela, Rayos, «no responde a un plan de dominación mundial», pero sí a una ambición, la de contar las cosas bien. Oficio de escritor.