Los niños se están convirtiendo en un bien escaso en el primer mundo. En Galicia, la tasa de natalidad es de 5,15 % y la medida de nacimientos se sitúa en 1,01 hijos por pareja. Las familias han evolucionado de tal modo que los hijos se han convertido en un signo de estatus y en un reflejo de las aspiraciones de los padres.
La ilusión por la perfección y la cultura del «tú puedes» exige un ritmo vertiginoso y frenético de planificación y organización para poder desarrollar al máximo sus capacidades: estimulación a través de móviles, tablets, ordenadores, juegos interactivos, actividades extra escolares, un instrumento musical, teatro, idiomas, más de una actividad deportiva, ajedrez… En una etapa como la infancia -que debería ser un oasis para descubrir poco a poco el mundo, con tiritas en las rodillas y no con agendas sobrecargadas como si el niño fuera un trabajador cualificado de la NASA- generamos tantas expectativas sobre ellos que, cuando llega el primer fracaso, padres e hijos se estrellan contra el suelo y cuanto más alta tengan la expectativa, más dura será la caída.
Hay que dejar de buscar la perfección. La excelencia y la felicidad plena solo existen en la utopía creada por Aldous Huxley en su novela «Un mundo feliz». Nuestros hijos tienen que ser libres y no debemos crear un apego ansioso de excesiva preocupación y protección que los convierta en una especie de seres intocables a los cuales nadie (incluyendo maestros, entrenadores deportivos y otros educadores, familiares, etc.) les puede cuestionar nada. Los niños necesitan pasar por todas las esferas emocionales: conocer el fracaso para tener la oportunidad de aprender, crear ambiciones, conocer sus límites y disfrutar de sobrepasarlos. Todo eso implica superarse.
Los niños precisan aprender que la victoria es para quien se empeña, entender que los sueños no se realizan si solo se imaginan. Requieren saber llorar por lo que duele, secar el dolor y volver a ilusionarse por lo que merece la pena, darse cuenta de que hay que bajarse de todos los trenes que no llevan a ninguna parte porque, si no, nunca seremos dueños de nuestro destino. A los niños les urge saber que, en la vida, nos apasionarán tantas personas y metas como nos decepcionarán otras.