Rivera Cociña, la dura vida de un viveirense que fabricó carbón en Cuba

Martín Fernández

A MARIÑA

21 jul 2019 . Actualizado a las 05:00 h.

Cuando Jesús Rivera Cociña (Galdo-Viveiro 1899) llegó a La Habana para seguir pasos marcados tenía 18 años. No más desembarcar del vapor Infanta Isabel, se dirigió a la panadería que un primo tenía en la calle Monte. Llevaba carta de empleo y se amarró a una noria: trabajaba de noche hasta la madrugada, descansaba en un catre del propio local y por el día era mandadero de una bodega próxima. Al cabo de un año de dar vueltas no tenía nada, solo sobrevivía. El desencanto hacía su trabajo y entonces llegó el azar, que otros llaman destino. Se encontró en la calle con un viejo amigo, Sinesio Moa, compañero de infancia y de escuela, que le propuso producir y vender carbón juntos. Aceptó. Hubiera aceptado cualquier cosa. Y desde aquel día, sin ser consciente de ello, fue uno de los protagonistas de una transformación natural insólita y de una de las más grandes epopeyas que escribieron nunca los gallegos en Cuba.

La historia comenzara cinco años antes, en 1912, cuando el presidente de la nación, José Miguel Gómez, publicó un decreto por el que se concedía la explotación de la Ciénaga de Zapata a la compañía nacional o extranjera que la trabajase. Pero a nadie le interesó. Era demasiado alta la inversión precisa para extraer madera y fabricar carbón en un terreno pantanoso de 300.000 hectáreas situado en Matanzas.

El agua, el fango, el calor, las lluvias tropicales, los mosquitos, la sofocante humedad, la presencia de cocodrilos y una insalubridad crónica hacían de la Ciénaga el lugar más parecido al infierno. Había que tronzar leña con el agua hasta el cuello, transportarla y arrastrarla por el lodo, preparar el carbón varios días, llevarlo en pesados sacos hasta las lanchas y luego venderlo puerta a puerta, casa a casa, calle a calle.

Un pantano, un infierno

Así que nadie asumió la propuesta del general Gómez. Nadie, excepto un centenar de gallegos de Viveiro, Terra Chá y Ortegal que nada tenían y nada temían perder. Tres amigos, Rivera y Sinesio y Siro Moa, fueron de los primeros en aceptar el reto. Jesús Rivera había nacido en Galdo un 21 de octubre de 1899. Era hijo de Inocencio Rivera Blanco y de Antonia Cociña Castiñeira. Estudió poco pero sabía las cuatro reglas, valoraba la educación y tenía gran curiosidad por la cultura, la historia del mundo… Por su parte, los Moa nacieran en 1892 y 1897 y habían marchado años antes a Cuba. Tal vez llevaran algún dinero pues tenían en Surgidero de Batabanó el hotel Dos Hermanos y una sociedad para producir carbón vegetal en la Ciénaga a la que pronto se sumó el emigrante de Galdo. Y en ese durísimo oficio y mediocre negocio, Rivera Cociña llegó a ser el contratista más conocido en los 50 años que permaneció trabajando en la Ciénaga de Zapata, una zona entonces infernal y pantanosa de Cuba.

Popular contratista, masón y liberal, que se casó a los 45 años, tuvo una hija y donó una escuela

En el hotel de los Moa, Rivera Cociña fue, al principio, un empleado que se ocupaba de labores de intendencia y contabilidad. Pero pronto sus amigos lo integraron en su sociedad para explotar la Ciénaga y en ella desempeñó, durante 50 años, la labor de contratar y vigilar carboneros. Por eso fue más conocido en Matanzas y en el sector que los dos hermanos promotores de la actividad. Rivera, que también trabajaba para sí, empleaba operarios y les facilitaba a crédito estancia y alimentación que pagaban una vez obtenido el beneficio de vender carbón...

El trabajo fue el norte de su vida hasta su muerte en marzo de 1984 a causa de una insuficiencia renal crónica. Se casó en el municipio de Nueva Paz, en 1944, al cumplir los 45 años, con Rosa María Josefa de la Candelaria Pérez Castro que contaba 22 primaveras y era hija de una familia cubana de origen español. El matrimonio tuvo una hija, América Rosa Rivera Pérez, que aún vive.

Rivera Cociña fue militante del Partido Liberal de Batabanó, miembro de la Logia Masónica de la localidad y defensor de la cultura como «pan del alma y base del futuro». Esa fe inquebrantable lo llevó a financiar -con su propio capital, ganado con duro esfuerzo a través de los años- la construcción de una escuela en la localidad de Alacranes donde está enterrado.

Quienes lo conocieron aseguran que mantuvo, hasta su último aliento, un alto interés y un gran conocimiento de la historia de pueblos y personas. Y enaltecen al que fue uno de aquellos cien héroes gallego-cubanos que domeñaron la Ciénaga infernal a base de regresar a casa cada día con el sabor del carbón entre los dientes.

martinfvizoso@gmail.com

«Un mundo donde el ingenio y la laboriosidad firmaron un pacto de sudor y sangre, y gloria eterna al emigrante gallego»

La Ciénaga de Zapata es el mayor humedal de Cuba. Y hoy es también Parque Nacional, reserva de la biosfera, atractivo turístico de primer nivel y el mejor ejemplo de la ingeniería hidráulica cubana.

Fueron los gallegos ?y no la Revolución, como dice el cartel a la entrada del parque- quienes templaron aquel acero… Los que trabajaron como bestias, cavaron kilómetros de zanjas marítimas para adentrarse en el pantano, navegaron por ellas, construyeron los primeros palafitos. Quienes explotaron por primera vez sus bosques y manglares, los recursos de turba y carbón, la yana (un árbol tropical y subacuático, también llamado mangle, óptimo para el carbón) y una rica fauna de especies de mamíferos, reptiles, aves, mil tipos de insectos…

Aún hoy, allí, en el golfo de Batabanó -en Bahía de Cochinos y Playa Girón, por donde los americanos invadieron Cuba en 1961 y sufrieron su primera gran derrota en América- perviven nombres como los Moa, Rivera Cociña o Polo Vizoso, de Viveiro; Apolinar Insua y Narciso Pedreira, de Abadín; los Vigo Díaz, de San Sadurniño; José R. Sueiras, de As Somozas; los Soto Meizoso, de Naraío… Los lugareños recuerdan el inmenso trabajo y sacrificio de aquellos cien gallegos que trabajaban sin horas, sin fin, a pico y pala, en territorio hostil, en condiciones infrahumanas…

El investigador e historiador de Unión Reyes, Henry García González, dice que era “un mundo donde el ingenio humano y la laboriosidad en el trabajo firmaron un pacto de sudor y sangre con los emigrantes gallegos. A ellos, gloria eterna”.

El hotel de los Moa era su sede. Una ruda nave con techo de guano y pared de tabla de palma con cocina, comedor y dormitorios para 50 personas. En su parte trasera tenía corrales para el ganado, base del trabajo y la alimentación. Rivera se incorporó como capataz y administrador a la sociedad y creó una red para hospedar y contratar operarios. La sociedad tenía 200 caballerías y vapores como el Joaquín Valdez, El Gallito o La Oliva para sacar el carbón y venderlo en La Habana, Matanzas y otros puntos.