«Ojalá nadie tuviera que volver»

A MARIÑA

CEDIDA POR DIEGO RAMOS

El focense Diego Ramos regresaba ayer del horror de Chíos (Grecia), donde ayudó a refugiados en el mar, repartió alimentos entre ancianos y niños y trasladó a heridos

22 jun 2016 . Actualizado a las 05:00 h.

A los hemiciclos con moqueta no llegan las reflexiones de quienes alertan del drama humanitario. En plena campaña de mítines y promesas no tienen cabida las voces de voluntarios que, como el focense Diego Ramos Fernández son excepción en una Europa acomodada, donde en algunas calles se exige estos días un cambio en el rumbo de las políticas de migración y asilo. Tras 14 días dando alimento, trasladando heridos y compartiendo juegos con algunos de los millones de niños a los que otros seres humanos les han privado de infancia, Diego tenía previsto aterrizar anoche en A Coruña, de regreso de Chíos (Grecia). Vuelve a casa con una maleta en la que el traje de neopreno donado por un negocio de Burela es lo que menos pesa. Las vidas de a quienes cuidó, abrazó, a los que enseñó a nadar? quedarán grabadas de por vida en la memoria de un padre que se resigna a ser pasivo.

Acostumbrado a arriesgar en su trabajo de Salvamento Marítimo, la experiencia como voluntario de la oenegé vasca Salvamento Marítimo Humanitario le ha marcado. Días antes de reencontrarse con la familia, compartió con La Voz detalles de su primera misión internacional, en la que ejerció de patrón de una embarcación de rescate. Las noches, sin descanso. Con sus compañeros haciendo guardia por la costa, provistos de prismáticos y de visor nocturno: «En cuanto vemos un bote o tenemos un aviso, salimos a su encuentro. En el tiempo que he estado aquí asistimos a dos botes, uno con 26 personas y otro con 45, además de otros que intentaron cruzar pero fueron interceptados por los turcos». Ha sido testigo de devoluciones en caliente, una medida que Bruselas ya prometió en primavera que no autorizaría. La tarea de Diego y de otros voluntarios continuaba en tierra. A las once tocaba el reparto de leche entre niños, mujeres y ancianos: «Al acabar nos quedábamos jugando con ellos y enseñándoles a nadar, pues la mayoría tienen pánico al mar y no quieren sacarse el chaleco». El trabajo se repetía en tres campamentos y a lo largo de la jornada se sucedían los traslados en ambulancia al hospital: «Nos encontramos de todo, historias muy duras y difíciles de asimilar». De los refugiados destaca el agradecimiento que transmiten y los valores que se niegan a perder. Además de la invitación a tomar el té de un profesor universitario sirio, padre de tres menores, Diego y sus compañeros (dos asturianos y cinco vascos) también compartieron la alegría de una pareja afgana que se casó el sábado. Diego me envía una foto. Y solo cuando contemplo la imagen en la que únicamente se ven las manos entrelazadas de los dos jóvenes, descubro al verdadero ser humano.

Sin infancia

En la isla que dejó de ser un paraíso turístico también cae la tarde. Y a miles de kilómetros de su familia, Diego no oculta la dureza de algunas historias que han vivido niños que aún no han cumplido los diez años. Impera el respeto a la hora de abundar en detalles de un drama con nombres y apellidos. La mayoría de los refugiados -sostiene- proceden de Siria, Afganistán y Pakistán. «Los hay que llevan aquí tres meses», apunta el voluntario, nuestros ojos en una zona donde colectivos y oenegés insuflan vida. Las hay conocidas, otras menos. Zaporeak, que es vasca, reparte 1.500 raciones de comida cada día. «Aquí el mundo se paraliza, no nos enteramos de nada de lo que pasa fuera. Lo más positivo ha sido el poder abrir mi corazón a los más pequeños y lo más negativo es que al abrirlo se quedan sus historias que seguramente me acompañarán siempre». ¿Y qué dicen de Europa? «¡Qué van a decir de la actitud de Europa! Pues que es una basura. A esta gente la tienen aquí retenida y en condiciones tercermundistas». Lo sentencia un europeo de 33 años, un gallego que no es indiferente y que piensa «que ojalá nadie tuviera que volver aquí porque no hiciera falta».

«Lo más positivo de la experiencia ha sido el poder abrir mi corazón a los más pequeños»