El ribadense Ramón Acuña une su nombre al puñado de privilegiados que han tenido la fortuna de surcar el Atlántico a bordo de un velero, en 19 días de travesía
16 feb 2010 . Actualizado a las 02:00 h.Quienes saben de mar dicen que cruzar el Atlántico en velero es una suerte de licenciatura. Una aventura a la altura de un puñado de privilegiados. En 1996 la emprendieron el ribadense Javier Torviso y el boalés afincado en Ribadeo Abel García. De regreso -una singladura más complicada al cambiar los vientos alisios por los portantes- se les unió Pepe Castelo, que actualmente ejerce de médico en Trabada. A ellos acaba de sumar su nombre otro ribadense, Ramón Acuña. Para él queda el sabor de una experiencia irrepetible y un montón de recuerdos difíciles de borrar en 19 días, casi 20, rodeado de mar.
Un sueño hecho realidad. Los protagonistas son cuatro personas que no se conocían antes de embarcar en el Cap´s III , un velero Puma del año 1986, de 43,5 pies de eslora, unos trece metros y medio. Ninguno había cruzado antes el Atlántico en un velero, si bien todos atesoraban amplia experiencia en la vela. Acuña, además, navegó de joven en barcos de cabotaje, con los que cruzó varias veces el Atlántico y distintos mares, siendo incluso durante un tiempo náufrago en los Alacranes, en la península del Yucatán.
La aventura se le presentó por medio de amigos comunes, cuando se enteró de que un patrón buscaba tripulación para cruzar el Atlántico. Dicho y hecho. El día 11 zarpaba de Las Palmas a bordo del Cap's III , rumbo a Martinica.
Autopista al Caribe
La primera semana les situó a unas 200 millas al norte de Cabo Verde, punto en donde sopla el alisio del noreste que lleva a los veleros, como si de una autopista se tratase, hasta el Caribe: «Si el tiempo es bueno el viento te empuja a unos 15 ó 20 nudos hora y si no tocas las velas a unos seis o siete. Nosotros pasamos varios días sin tener que trimar -ajustar el aparejo y el perfil de las velas según las condiciones del viento y del mar-», recuerda Acuña. Una travesía plácida que en menos de dos semanas les llevó a las islas de Barlovento, en cuyo centro se encuentra Martinica.
«Para todos nosotros fue como licenciarnos en vela. Ahora ellos -en alusión a sus tres compañeros- van a doctorarse, cruzando las Islas Fiji», añade Acuña.
Al comenzar su impresión era otra, de un cierto respeto que siempre hay que tener al mar: «Te mueves en un medio y en una situación complicada, porque es difícil que en medio del Atlántico te puedan socorrer, no es una línea por la que los barcos mercantes estén transitando, y cualquier eventualidad es complicada en esa situación. Por eso lo primero que se pide a una tripulación es que sea gente tranquila, con conocimiento y nada impulsiva, consciente del medio agreste en que te desenvuelves».
La convivencia
¿Era el caso de sus tres compañeros, a quien no conocía? «En este tipo de travesías lo más complicado suele ser la convivencia. Para nosotros era la primera vez que nos veíamos, pero entramos muy bien. Sé de casos de gente a quien tuvieron que aislar en sus camarotes, por pequeños problemas que en tierra no les damos importancia, por ejemplo, el consumo de agua. En la ducha hay que consumir menos de un litro, usar agua de mar y después rociarse con agua dulce. Eso puede generar problemas, por cuestiones como la higiene personal... también está la comida, porque los gustos son diferentes. Hace falta que entre la tripulación se haga un vínculo de compromiso y evitar los roces», relata Acuña.
«El barco no para. Hay que estar siempre encima y siempre se mueve, lo que resulta incómodo para comer o dormir. Eso también puede provocar problemas», dice, si bien reconoce que en casi 20 días de travesía, con buen tiempo, hay grandes períodos de descanso durante el día: «Formamos dos grupos de dos personas, uno que empezaba a las nueve de la noche hasta las tres de la madrugada, con uno fuera en la cubierta pendiente de las velas y la navegación y otro en el interior atendiendo el radar y la electrónica. A las tres entraba el segundo turno, hasta las ocho de la mañana. A esa hora nos reuníamos todos, desayunábamos, decidíamos el menú del día y comenzábamos la labor rutinaria, izando de todo la mayor para avanzar más, limpiando el barco, recogiendo la enorme cantidad de peces voladores que aparecían tras la noche en la cubierta, etcétera».
Si se optaba por comer pescado se colocaban las cañas. Nunca más de dos horas, porque no fue preciso. Así Acuña tuvo oportunidad de comer dorado, un pez -dice- espectacular por su tono, «parece un lingote», y muy sabroso.
Durante el día el tiempo libre se aprovechaba para leer, escribir o descansar. Acuña recogió sus vivencias en un diario que espera publicar en un foro, latabernadelpuerto.com. Y a las nueve de la noche, de nuevo se iniciaba la rutina nocturna.
«En ningún momento tuvimos miedo, porque contamos con la suerte del principiante. El tiempo fue maravilloso, a excepto de la última semana, cuando tuvimos tres días con vientos de 35 nudos y la famosa ola atlántica, de entre tres y cuatro metros, pero muy tendida, que no da problemas. Después vinieron dos días sin viento, pero con la misma ola, y resultó incómodo para cocinar, dormir...», cuenta Acuña. Y al fin, en el horizonte asomó el Caribe: «Había luna llena y el paisaje era impresionante».
Acuña ya piensa en repetir. Pero lo hará en su barco, más pequeño, y si puede solo, proa hacia el Caribe.