Mi hermana Lewa

Rosa González- Cebrián Toba

AL SOL

Rosa González- Cebrián Toba. 42 años. A Coruña. Periodista en paro

10 ago 2018 . Actualizado a las 05:00 h.

Nunca me gustaron los trajes de fiesta. No me veo bien con ellos, y cuanto más adornados y femeninos son, peor. En cambio a mi hermana mayor Lewa todo le sentaba bien. Hacía honor al significado de su nombre: belleza. No había en todo el Sahel una belleza semejante a la de mi hermana. Mis padres se dieron cuenta enseguida, en cuanto abrió sus enormes ojos almendrados y los miró con una bondad infinita. Se sintieron aterrados ante ese don, pensando en lo peligroso que podía llegar a ser tratándose de una niña pobre, nacida en lo más profundo de Burkina Faso, en una aldea donde los espíritus dictaban las reglas del juego a los humanos y en donde las necesidades básicas apenas se cubrían.

Lewa fue el nombre que el hechicero del pueblo decidió para mi hermana. Gracias a que mis padres cumplían sus obligaciones con la tribu y eran generosos con la comunidad, se creó un halo de protección hacia mi hermana, considerándola como un bien que les había sido concedido. Ella atraía la fortuna, hacía que las inclemencias del tiempo no perjudicasen a nuestra aldea y que las cosechas fuesen buenas. Yo crecí a la sombra de una deidad llamada Lewa. Me llamaron Nasha; el nombre me lo puso mi madre sin consultar a nadie y con él me quiso dotar de la cualidad del carácter, ya que el don de la hermosura se le había agotado con mi hermana. Mi físico no llamó la atención a nadie, de manera que pude desarrollarme más a mi aire, sin presiones. Ninguna cosecha dependía de mí, yo no tenía responsabilidad de que la venta de ganado no hubiese sido satisfactoria ese año. Admiraba a mi hermana y sufría por ella a partes iguales. De Lewa admiraba su porte, el brillo de su pelo, el profundo azabache de sus ojos y sus manos de dedos interminables. Pero, sobre todo, admiraba su manera de escuchar, la atención que prestaba a cada persona que se le acercaba. Y a mí más que a nadie. Me adoraba y cuidaba como su mayor tesoro, siempre estaba besándome y haciéndome collares de cristales de colores que recogíamos en nuestros paseos por los alrededores de la aldea.

El hechizo que producía mi hermana llegó hasta Uagadugú, la capital. Un director de cine muy conocido oyó hablar de Lewa y quiso llevársela para convertirla en estrella. Yo me negué con todas mis fuerzas. Pataleé, mordí, lloré y grité hasta que me quedé sin voz. Maldije a todos los dioses y fuerzas de la naturaleza por llevarse a mi hermana. Mis padres no sabían qué hacer conmigo. Y así fue como mi hermana desapareció de mi vida. Sin largas despedidas, sin más noticias. Nunca hubo películas, nunca más supimos una palabra de ella.