Duerme en el antiguo Palacio de Piedras Albas, refugio del marqués de Benavites
Una noble morada renacentista alberga, con los influjos de Santa Teresa, unas estancias y un emblemático jardín orillados a la muralla más célebre de España
Víctor Teodosio Tirado es una enciclopedia de vivencias, anécdotas y experiencias interminables, deliciosas, estupendas para arrullarse en uno de los salones del Parador de Ávila (más en concreto, en el del Campanar) y escucharlas mientras pasan los minutos, las horas…“Creo que soy la persona más antigua, que no más vieja, en la Red de Paradores, director desde 1984”, nos confiesa (con algunas risas).
En este, orgullo de la ciudad de Santa Teresa de Jesús, comenzó a ejercer esa misión en 2016. Concibe, y siente, estos establecimientos como, seres vivos, en continua evolución, crecimiento, que no paran de generar ‘cosas’, actividades y ese es el aspecto que le gusta resaltar, unos pálpitos que quizás hundan sus raíces en su primeros balbuceos profesionales en el Parador de Oropesa, su pueblo natal, cuando tenía 15 años: “Mi padre trabajaba allí como encargado de mantenimiento, en una época en que el Parador no disponía de una distribución de agua regular y él la traía en un camión cuba desde acequias y pozos cercanos. Surgió una oportunidad y entré en el año 1971, era ayudante de economato, bodega y actividades en recepción… Los seis primeros meses recibía la paga en metálico en un sobre, que era lo habitual, de 500 pesetas, todo un mundo para mí y con un recibo en el que rezaba mi cometido como aspirante de aprendiz, jamás pensé que había algo más bajo, aspirante, y yo pensaba ¿se puede ser algo más bajo en esta vida? Uno comenzaba a trabajar como aprendiz, pero ¡aspirante!, estuve así seis meses [se ríe]”.
Sucesos, historietas, anécdotas como ésta atesora cientos. Normal, Víctor Teodosio Tirado pasó del Parador de Oropesa a la Escuela de Hostelería de Madrid, y tras una dilatada trayectoria que le hizo transitar por diferentes regiones españolas y tras conocer otros Paradores aterrizó en Ávila.
Y aquí estamos, envueltos en un ambiente distinguido, señorial, cálido (y muy animado…), cobijado en el antiguo Palacio de Piedras Albas, erigido en el siglo XVI como “uno de los 44 o 45 que existían en aquella época en la ciudad”. De entonces se conserva parte del patio y la escalera ya que en siglos sucesivos ha ido siendo objeto de numerosas reformas. Una de las más vistosas, la que llevó a cabo uno de sus últimos propietarios, el IX marqués de Benavites, a finales del siglo XIX, al mandar construir el torreón para albergar “una biblioteca muy extensa, estupenda” en la que reunió una gran muestra de temática popular y taurina, constituyendo un pequeño museo etnográfico. De vez en cuando abría sus puertas a interesados y curiosos para que disfrutaran de la que entonces era la mejor colección privada de la ciudad. "Ya en el siglo XX–nos cuenta Víctor–, cuando la familia del marqués decidió ceder el edificio a la administración para que dispusiera de él, los ejemplares de la biblioteca también fueron donados para que no se perdiera todo ese legado. Y en 1966 el edificio se inauguró como Parador. Hace unos años celebramos el 50 aniversario”.
En dicho torreón de muros en sillería, uno de los elementos distintivos del lugar, que se yergue sobre el resto del majestuoso edificio, se encuentran dos habitaciones, a las que se llega por unas escaleras, “y son únicas”. Bueno, el resto, otras 59 estancias, entre estándar, junior y suites (dos) también disfrutan de ese toque personal, porque “al adaptar los rincones y dependencias del palacio a habitaciones, cada una es de una manera, son diferentes, por mucho que te alojes en cada ocasión te vas a encontrar en una distinta”. De la vieja morada del marqués de Benavites se conservan también algunos acogedores salones, salpicados con cuadros de época (incluso algunas láminas modernas), musculosos sillones orejudos, sofás, algún vetusto mueble, lámparas generosas, chimeneas, y el claustro, fundamental, pequeño, recatado, encantador, de paredes y columnas de piedra.
Coronado por una lápida con escudo heráldico del siglo XVI en granito, de este patio, a modo de distribuidor, surgen pasillos que conducen a las habitaciones, al comedor, a la cafetería, tapizados con muros decorados con relieves de una flor de lis que se repite, incansable, a lo largo de todas las paredes y que imprime de una atmósfera señorial y, por qué no, artesana. Una renovación por aquí, alguna pincelada decorativa por allá, pero fue en 2019 cuando se llevó a cabo una reforma para mejorar, como dice Víctor, “la calidad no percibida”, es decir, basada en infraestructuras que permitan que las instalaciones funcionen como es debido: dobles acristalamientos, refuerzo de tejados, en fin, esas acometidas que posibilitan a los huéspedes estar a gusto.
Hemos hablado del torreón, del claustro, de las habitaciones, de los salones y falta adentrarse en ese momento emblemático del Parador de Ávila, el miembro al que describen los trabajadores y el propio director como el más significativo, protagonista, distinguido: el jardín que ofrece unas increíbles vistas de la muralla. Amplio y coqueto, cuidado con un esmero apabullante, tranquilo, calmo, un oasis pegado a la muralla de la ciudad, frondoso y delicado, “que representa un pulmón para Ávila capital, con árboles centenarios, pinos y cedros maravillosos, plantas ornamentales en el que, con los consejos del ayuntamiento, situamos una iluminación que permite disfrutarlo, vivirlo, las 24 horas del día, con unos reflectores indirectos que le confieren profundidad; si ahora sales [ya ha caído la noche] lo ves como en tres dimensiones. Para mí es el elemento diferenciador del Parador”.
En verano luce en todo su apogeo, bullente, burbujeante, constelado de mesas y sillas prestas al esparcimiento sin prisas, al aperitivo o comida o cena perlados con el canto de los pájaros, de las refrescantes sombras y, con la visión más certera, de sus esculturas de verracos (uno de ellos del siglo V antes de Cristo), pilas bautismales y un sarcófago de piedra con orígenes que se pierden en la memoria. Todos estos trazos artísticos, naturales, arquitectónicos e incluso históricos realzan el porte, la savia del Parador de Ávila, pero, como dijimos al principio, a su director, a Víctor Teodosio Tirado, le apasiona el presente de un lugar en ebullición: “Creo que lo más importante es lo que hacemos en el Parador. No se trata solamente de tener este edificio, que ya es espectacular, sino de todas esas actividades que llevamos a cabo por el cliente y para el cliente y que le dan vida al propio establecimiento. Me vienen a la memoria las jornadas gastronómicas, cenas maridajes, como por ejemplo con cervezas, una o dos veladas renacentistas, otra medieval en la misma época en que son los medievales en Ávila, en septiembre, y lo acompañamos con la decoración y ambientación de esos tiempos y en la que los huéspedes tienen que venir ataviados de época”. Y los jardines, claro…
Las recomendaciones de los que más saben...
AYUDANTE DE CAMARERO
Miriam Grande
Trabajadora en el Parador de Ávila
COCINERO
Samuel Redondo
Trabajador en el Parador de Ávila
RECEPCIONISTA
Sara Romero
Trabajadora en el Parador de Ávila
Apunte, memoricen, e hinquen el diente: chuletón de ternera negra avileña. Víctor Teodosio Tirado se derrite en loas al hablar de él y lo ha convertido en santo y seña gastronómico del Parador de Ávila. Damos fe de ello: servido en una bandeja de cerámica, acompañado de patatas y pimientos (y chimichurri) se derrite en la boca, tierno, sabroso, despliega todos sus jugos y aromas provenientes de su elaboración en horno de brasas de carbón o de encina (depende). “Nuestro punto fuerte es el fomento de esta raza autóctona; si vienes aquí es un elemento diferenciador. Te puedes comer un buen chuletón en muchos sitios, pero aquí, en el Parador, seguro”, nos confiesa el director. Han montado, a la entrada al comedor, unas cámaras frigoríficas en las que piezas enteras, con su hueso y solomillo, de esta ternera maduran en condiciones adecuadas y a temperatura controlada, de 28 a 30 días. La parte dulce del pecado viene de las yemas de Santa Teresa, pues claro. Aquí las cocinan con yemas, limón y azúcar, nada más, incluso están menos dulzonas de lo normal, mucho mejor.
Es Santa Teresa de Jesús. Es imposible deambular por Ávila, la capital de provincia más alta de España, sin sentir su impronta. En el Parador su religiosidad se respira, por ejemplo, en el vestíbulo, del que cuelga un cuadro con su retrato y, a sus pies, una talla en madera policromada de una monja carmelita del siglo XVII. Pero hay más. Si pasean por el jardín (deben ir, tienen que ir) lo comprobarán. “Se cuenta la historia –apunta Víctor– de que a estos jardines venía a jugar y a pasar el rato con sus amigos e incluso, y nosotros mantenemos que es verdad, que descansaba bajo la sombra de una morera que está en el centro del vergel”. También se conoce que su tía carnal era el ama de llaves del antiguo palacio. ‘Compramos’ que es verdad, que las leyendas siempre adornan y animan la historia y, además, no hace falta más que andar unos cinco minutos tras salir del renacentista umbral del Parador para desembocar en la Plaza del Ayuntamiento (más conocida como mercado chico) y en la Catedral para aspirar a lo largo de las calles la presencia de Santa Teresa de Jesús en cada esquina, monumento, palacio… y en las yemas.
Hoy comemos...
Chuletón de ternera negra avileña. Yemas de Santa Teresa. Pero ¿quién anda detrás? Pues Diego Huete, el jefe de cocina del Parador de Ávila. Él es el encargado de darle empaque a esa carta burbujeante de platos que provocan que este Parador sea un destino gastronómico de primer orden. Y junto a él, un equipo de cocina entregado, con profesionales como Samuel Redondo Martín (en la foto), uno de los puntales clave de su escuadrón de cocina. Huete nació en Reinosa en 1982, y le picó el gusanillo de la cocina desde bien pequeño porque “soy muy tragón” nos dice. Estudió esas cosas del comer en Aranjuez, se curtió en varios grados de repostería y panadería, y viajó (y aprendió un montón) en los fogones de un gran hotel en Lanzarote, en los madrileños Club de Golf de la Moraleja, La Dorada, y en un staff con Mario Sandóval, entre un puñado de sartenes y pucheros. Precisamente los guisos le encantan: “Soy un apasionado de las legumbres y aquí preparamos unas judías de El Barco estupendas, a fuego lento, muy despacio, con muy poca grasa, para que luego no sea pesada, así se hace hueco al chuletón”. Están excelentes (y volvemos a dar fe de ello). No hay que desdeñar otros magníficos platos que aquí se sirven, como “las patatas revolconas, con pimentón y torreznos, que los hacemos fritos a modo de aperitivo, al horno, en carpaccio…”, y los quesos, en otra apuesta por los productos autóctonos: de cabra del Guadarrama y del famoso de ‘Monte Enebro’, multi premiado y procedente de una quesería artesana del Valle del Tiétar. La oferta culinaria prosigue por unos puerros asados, cardos naturales guisados como a Diego Huete le apetezca, revueltos con bacalao, helados de leche y de hierbas, pescados “y zamburiñas, almejas, berberechos los fines de semana; albóndigas de rabo y la perdiz a la toledana, que la cocinamos mejor que en Toledo”. Queda dicho y que ustedes lo disfruten.
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Créditos
Estrategia de contenidos: Prado Campos
Fotografía: Andrés Martínez Casares