Duerme en el lugar donde acamparon las tropas francesas durante la Guerra de Independencia Española
Una gema arquitectónica del siglo XV en el que arrullar el espíritu con su calma conventual y mimar el paladar con su gastronomía extremeña
Ni un susurro. Es el silencio. Desayunar (muy bien) a primera hora de la mañana frente a un púlpito del siglo XV produce una sensación tierna, serena, solemne. Así empieza el día en el flamante Parador de Plasencia, ubicado en pleno casco histórico de esta ciudad extremeña. Junto a las catedrales, la nueva y la vieja, es el edificio que hay que ver, vivir, sentir. Se encuentra tan intrincado en la existencia y el devenir cotidiano de los placentinos que forma parte de su corriente sanguínea. Atraviesas el portalón de entrada y “sorprende, es la primera impresión que me llevé cuando vine por primera vez –nos cuenta Pau Arbona, director del Parador de Plasencia–. Creo que es lo mismo que le ocurre a todo el mundo, incluso a los habitantes de esta villa. Sabes cómo es, lo has atisbado en fotos, en webs, pero aun así a cada paso que das en su interior, en cada rincón descubres elementos nuevos, y son esos detalles, si los juntas, los que lo hacen grande, y lo reconocen los clientes porque el pasado año lo eligieron como el Parador mejor puntuado de toda la Red. Es un remanso de paz, como una burbuja… La calma interior es también un lujo”.
Sí. Es lo que aflora y eriza la piel cuando uno desayuna a primera hora de la mañana, o cuando se topa y charla con Natalia (recepcionista), Soledad (camarera) o Ana, la gobernanta. “Pese a haber trabajado en las mejores cadenas hoteleras en diversos lados del planeta, el nivel de personalización que se alcanza en Paradores, está muy por encima del resto” nos apunta Pau Arbona. Y de estos asuntos el director sabe un rato. Mallorquín, de 1986, hace apenas cuatro meses agarró los mandos de este antiguo convento dominico del siglo XV, tras ‘pasear’ por una lista interminable de hoteles de alto nivel por medio mundo, léase China, Inglaterra o Francia y por algunos Paradores como el de Santiago de Compostela, la Seu d’ Urgell, Cádiz y Benicarló. Ahora, claro, vive en Plasencia: “Para sus vecinos este lugar lo sienten como un orgullo. Fíjate que tenemos edificios singulares, localizaciones únicas, incluso unos parajes naturales increíbles en las afueras, pero aquí se abren las puertas y la gente viene constantemente a disfrutar de las instalaciones, a tomarse un café, a comer, a pasear por él… lo tienen como orgullo y lo enseñan al que viene, y eso lo hace todavía más especial”.
Abierto en el 2000, tras unos cinco años más o menos de extenuante restauración y rehabilitación, se erige sobre el alma sólidamente cimentada de un convento que los dominicos establecieron gracias a la noble familia Zúñiga, sobre todo por el empeño de la mujer de Don Álvaro Zúñiga, Leonor Pimentel, que cedió estos terrenos a la orden fundada por Santo Domingo de Guzmán. ¿Por qué? Bueno, cuentan que el hijo de Leonor cayó enfermo, rezó mucho y, decidió regalar esta extensión, en la que se cree que había una sinagoga y una comunidad judía. En fin, datos históricos aparte (aunque es imposible comprender el Parador de Plasencia sin bucear en sus orígenes), los monjes montaron su convento, sus cátedras de estudios teológicos y de humanidades y sus celdas, en donde dormían, que a día de hoy así se siguen llamando las habitaciones, en concreto 66: dos suites, 20 superiores y el resto estándar. Amplias (mucho), espaciosas, consteladas de esos muebles que retrotraen al pasado.
Regresemos a los entresijos del Parador de Plasencia, a lo que uno se topa, porque “contamos con un factor sorpresa. Hasta que uno no entra no ve lo magnífico del edificio, todos los rinconcitos que tiene, la tranquilidad que se respira. Hay que mirar a todos los lados, arriba, abajo…”, comenta Natalia Sánchez, encantadora recepcionista, placentina y 15 años trabajando en este lugar. Ella, y sus compañeras, atisban el lobby, coronado por un arco virado (fíjese bien), para facilitar el paso de carruajes y caballos, una pintura mural de San Vicente Ferrer, el escudo de los Zúñiga y Pimentel y una estatua orante de Don Fray Martín Nieto, un personaje que es natural de Plasencia y caballero de la Orden de malta, que murió en 1597 y está enterrado en la Capilla de San Juan de la Iglesia del Convento, “posiblemente el objeto más valioso del Parador”, aclara Ana López, la gobernanta. Avisamos: pasa desapercibido. Tras atravesar el vestíbulo surge un jardín, coqueto, apacible, en el que reina una piscina que invita al placer, reformada hace cuatro años, flanqueada en un tramo por la antigua muralla de Plasencia “y yo, que soy isleño, de mar, todo lo que sea agua me llama la atención y la piscina me encanta, me parece que es una de las más bonitas que he visto en hoteles de interior”.
Si levanta la cabeza los ojos se incrustan en la techumbre, con ese artesonado rescatado de las antiguas aulas, fastuoso, que aquí y allá deambula por las alturas, algunos originales, otros recreados posteriormente ya que en este lugar acamparon las tropas francesas bajo el mando del mariscal Lefebvre durante la Guerra de Independencia Española, cometieron sus desmanes, arrasaron, robaron y prendieron fuego al convento. Unos pasos y se llega al claustro, corazón del Parador, elemento distribuidor del que parten senderos a las distintas estancias y espacio idóneo para tomar algo en sus mesas al cobijo de los árboles. Luz y arcos carpaneles, muy del estilo gótico isabelino que bullía en el siglo XV. Pasen al refectorio, que ejerce la misma función de ‘restaurante’ de cuando los monjes comían, cenaban y desayunaban (suponemos que muy bien) en silencio, no se permitía ni un ruido con las cucharas, mientras escuchaban al orador leer algún pasaje de la biblia encaramado en el púlpito.
Fascinante la azulejería talaverana del siglo XVI que circunda sus muros, obra de Juan Flores, azulejero de cámara de Felipe II y que también trabajó en el Monasterio de El Escorial y en el Palacio Real. Si enfocan sus pupilas percibirán algún disparo, ya saben, las tropas francesas… Es el territorio del chef Luis Carlos Mora, que despliega un recetario tradicional (y evolucionado) arraigado a los sabores extremeños. Con la panza exultante nos dirigimos a la Sala Capitular, otra de las joyas del Parador de Plasencia que, bajo sus deliciosas bóvedas de aristas y trompas, se celebran reuniones ‘petit comité’, ágapes familiares o banquetes para pocos afortunados. En un fondo se abre una zona más íntima, recogida y, en una pared, refulge una hornacina rectangular que servía como enterramiento (los dos leones de sus lados lo demuestra) pero, en este caso, se sabe que nunca ejerció esa misión. Y, sí, desembocamos en la postal, en la imagen que aparece en cualquier comentario acerca de este Parador, la cima arquitectónica, la proeza constructiva: la escalera volada, al aire, que preside la cafetería. Devánense los sesos, les va a dar igual, no van a dar con ello. ¿Cómo diantres se sostiene? Tampoco acierta a intuirlo Juanjo Hernández, el experto guía que nos está descubriendo las virtudes del Parador: “Es del siglo XVI… ¿Cómo se puede construir esta escalera, con ese peso, sin una columna que la aguante y la soporte?. Algún arquitecto le ha dado muchas vueltas, paseando de arriba abajo porque es curiosísima cómo están conseguidas las fuerzas, los apoyos para que no se desmorone, si ya solo la balaustrada pesa muchísimo. Es de Álvarez y Ezquerra, dos maestros canteros a los que, por lo visto, les costó mucho encauzar la obra, y ahí está”. Por este portento constructivo se sube al claustro superior, que da acceso a celdas (habitaciones) y que, de vez en cuando, cobija alguna boda. Fíjense (otro detalle) en el fuste de sus columnas, no es circular, es elíptico, y en el esgrafiado de sus muros… Son esos pequeños detalles los que endulzan la vida y la estancia en el Parador de Plasencia.
‘Scriptorium’. Este el término preciso que debiera utilizarse en la biblioteca del Parador, otro de sus espacios emblemáticos. Ahora como salón de banquetes, situado justo encima del refectorio (restaurante), los dominicos se afanaban en escribir, ilustrar, reproducir, dibujar esos fastuosos libros que, por avatares de la historia, se salvaron muchos de ellos de la quema y tropelías de las tropas francesas ocultándolos tras unos muros falsos. “Imagínense la película ‘El nombre de la rosa’, en la que aparecen monjes iluminando libros, que es como se decía, en el ‘scriptorium’. Es el más realista que yo he visto, y aquí hacían lo mismo”, nos explica el guía, Juanjo Fernández. Alcanzó tal fama que Felipe V se llevó a su, en ciernes, biblioteca real (hoy Biblioteca Nacional) un buen número de ejemplares.
“Tengo un rincón muy singular, que me gusta mucho, que es el bar de noche, la Bodega, una máquina del tiempo, una burbuja donde uno entra y se olvida del exterior y se crea un clima muy especial, con esa luz tenue, la suave música y las velas que ayudan a esa intimidad, un lugar difícil de encontrar en otros Paradores”. Así siente Pau Arbona la cueva, el ‘lounge’ constelado de divanes, sillones, cubierto por una bóveda de cañón de ladrillo. Eran los sótanos del convento, el frigorífico, la zona fresca donde se almacenaban los víveres y vinos y aceites en grandes tinajas a recaudo de, sobre todo, los intensos calores extremeños. Tras cinco años limpiando esta escombrera en la que se había convertido, habitada por cientos de murciélagos, en 2005 se abrió como punto de encuentro placentino para el relajado deleite nocturno, copa en mano
Las recomendaciones de los que más saben...
GOBERNANTA
Ana López
Siete años en el Parador de Plasencia
RECEPCIONISTA
Natalia Sánchez
Quince años en el Parador de Plasencia
CAMARERA
Soledad Gómez
Veintitrés años en el Parador de Plasencia
Restaurante (el refectorio) del Parador de Plasencia
Hoy comemos...
El restaurante (el refectorio) del Parador de Plasencia es un enclave de referencia en la región a la hora de aplacar el apetito. El jiennense Luis Carlos Mora controla el timón de los fogones desde el año 2000, cuando aterrizó procedente de la ‘Hostería del Estudiante’ en el Parador de Alcalá de Henares. “La cocina evoluciona, pero nosotros siempre mantenemos una línea de platos que perduran en el tiempo, como el bacalao monacal, que sigue con su esencia pero cambian las guarniciones; o la caldereta, que vamos suavizando y concretando más los sabores… Y a los panes les damos mucha importancia”. Otros manjares que discurren por su carta son el zorongollo (ensalada de pimientos asados con tomate y aliñados con ajo, comino y aceite); el ajoblanco (sutilmente ácido, delicado); el salmorejo (con sardinas marinadas); el cabrito asado; y, ahora que se avecinan los fríos, el guiso de paleta de jabalí con higos y miel, muy especiado. “Procuramos siempre tener productos que te aten a la zona, porque el cliente que viene de fuera busca sobre todo cocina de aquí”. Como ese surtido de quesos extremeños o el milhojas con frambuesas del Valle del Jerte. Todo queda (y se come) en casa.
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Créditos
Estrategia de contenidos: Prado Campos
Fotografía: Andrés Martínez Casares