La Voz de Galicia

Llueve en Hautacam

Deportes

Lois Balado

27 Aug 2018. Actualizado a las 17:19 h.

Llueve en Hautacam el 10 de julio del año 2000. El pelotón atraviesa los Pirineos en la primera etapa de montaña. Escasean los cascos. Los ciclistas se quitan las gorras buscando refresco en ese infierno vertical. Que el gélido aire de julio penetre bajo el pelo. No es el caso de Pantani, cuya calva destaca entre el zigzagueante pelotón. El italiano aún no lo sabe, pero va a perder una minutada. Olano, Escartín, Zülle, Virenque, Ullrich, Chava Jiménez o Mancebo. Todos sufriendo como perros en ese puerto de 14 kilómetros con pendientes que van del 7,5 al 10 por ciento. La escalada que seis años antes dirigió a Indurain a su cuarto Tour y que en el del 1996 le haría entender al navarro que jamás volvería a ganar la vuelta francesa.

Todos perseguían a Javier Otxoa, un gregario del Kelme de 25 años, un corredor cuyo brillante futuro se perdió en el camino que lleva de la promesa al profesionalismo. Aquel vasco se había colado en una escapada en el kilómetro 45 y llevaba 150 kilómetros tirando en busca de una victoria en la que pocos creían.

En aquel agónico espectáculo de mandíbulas desencajadas se rebeló Lance Armstrong, entonces vigente campeón en busca de su segunda victoria final en París. Y tiró. Y tiró. Un exhibición solo al alcance de un titán. «¡Qué ritmo lleva! Iba escondido entre el pelotón pero nos ha engañado a todos». Vaya si nos había engañado.

El americano pronto alcanzó al grupo de Virenque tras humillar a pedaladas a Pantani y a Ullrich, dos campeones que lo único que inspiraban era lástima. Solo el Chava Jiménez logró, más o menos, seguir la cadencia de Armstrong. Pero el líder del US Postal nunca alcanzó a Otxoa, que grabó su nombre en la historia del ciclismo. Con mayúsculas.

Siete meses después un coche le arrolló entrenando. A él y a Ricardo Otxoa, su hermano y compañero en el Kelme. Ricardo murió en el acto. Javier sobrevivió pero las secuelas físicas y psíquicas le acompañaron siempre. En el juicio, celebrado cinco años más tarde, declaró que desde el accidente no tenía amigos, ni novia. Que había olvidado cómo leer y escribir. Se presentó en el juzgado tras ganar un oro en los Juegos Paralímpicos de Atenas. Ganaría otras dos medallas en Pekín.

Javier se fue esta semana y en Hautacam seguirá lloviendo. Una historia injusta, pero su nombre sobre el alquitrán es imborrable.


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