La terrible visita al podólogo

SOCIEDAD

27 jul 2011 . Actualizado a las 06:00 h.

Con el verano llega uno de mis momentos más terribles: la visita al callista. Bueno, al podólogo, que ahora se llama así.

El mejor podólogo que me ha atendido era un callista. Viejo como el hilo negro. ¡¡Era tan viejo que había sido callista de Franco!! Además el pobre lo pasó fatal, porque era algo rojo, y un día le llegó uno de la secreta y él pensó que lo iba a mandar al otro barrio, pero lo mandó a Meirás. Allí hizo las cosas de su oficio y se ve que lo hizo bien, porque duró más que el paciente que ocupaba el pazo. Pues el caso es que este señor tan mayor, con su consulta a juego, me sentó en su silla de barbero trasnochado y, pin-plas pin-plas, me arregló los pies sin que me diese cuenta; incluso los alabó y contó un par de chistes.

Pero el callista se jubiló y desde entonces voy al podólogo: tardan semanas en darme la cita, la consulta parece la NASA y el podólogo se presenta con guantes, mascarilla y maquinitas. ¡Hum! Las maquinitas, que te rebanan el talón y las plantas y con sonido de torno dental. Tú estás a punto de gritar «por dios, que me está llegando a la rodilla», pero el podólogo no te mira. Solo pone cara de «esto está fatal, señora» y sigue a lo suyo, que suelen ser tus uñas, sufrimiento final del que no se puede escapar ni aun encogiendo los dedos hasta la contractura. Al final, empapada en sudor, dolorida y tan embadurnada de crema que los pies se te escapan de las sandalias, pagas el servicio, que más que un podólogo parecen unas mechas, y sales a la calle sintiendo hasta la arena con la que se hizo el cemento de las aceras, y echando de menos a tu viejo callista.