Renacer en el occidente andino

SOCIEDAD

Hace doce años, Elena se fue a Perú como cooperante. «En el Sur hay más gente satisfecha que en el Norte», describe

27 abr 2008 . Actualizado a las 02:00 h.

Hay quien da tumbos durante años hasta encontrar una motivación para su vida. A otros les hace falta un viaje, una suerte de shock para descubrir algo que virará su camino. A muchos de estos últimos les sucede tras visitar la India. Fue su caso: «En 1991 tuve la oportunidad de hacer voluntariado en Calcuta y desde entonces tuve claro que me quería dedicar a esto». Cuando sacó aquella conclusión, Elena Rodríguez tenía 21 años y estudiaba Farmacia en Santiago. Hoy, a sus 38, lleva más de un decenio en Perú, casada con un ciudadano de ese país, madre de un niño y una niña mellizos. Aquel viaje fue más que ver Calcuta. Fue el cambio de rumbo.

«Creo que es una especie de vocación, algo que tienes dentro de ti que te conduce hacia otros caminos», explica cuando se le pregunta qué la llevó a dar ese paso. Porque desde que pisó la zona andina por primera vez, en 1996, su tarea ha estado ligada a la cooperación. «Es un trabajo en el que contribuyes a la equidad, a que las personas puedan tener acceso de alguna manera a la educación o a otros servicios de calidad», explica.

Esa contribución suya se ha mostrado ya en proyectos para la prevención del consumo de drogas, la promoción de la lectura en niños y adolescentes en zonas marginales de Lima, como asesora de un servicio de salud patrocinado por la AECID... Y ahora en un plan para la mejora de las zonas rurales del país, allí donde hay mestizaje, pero también mucha miseria.

Los peores momentos, recuerda, han sido cuando no tenía qué hacer. «Este es un trabajo inestable, cada vez piden más profesionalismo [Elena introduce gran cantidad de americanismos] en la cooperación, en las temporadas que he estado sin trabajar son en las que te planteas si estás haciendo lo correcto con tu vida laboral». Esa desazón se contrarresta cuando contempla el resultado de sus gestiones, «cuando sientes el apoyo y el reconocimiento por parte de los beneficiarios».

Aunque tras doce años en el terreno le quede tiempo para recordar lo que quedó atrás: «Se echa de menos a los amigos, a la tierra, el mar, la neblina, la chuvia... Aquello entre lo que has crecido y que es parte de tu identidad». También se añora a la familia: «Aunque probablemente no lo compartan [su marcha a Perú], creo que lo entienden y lo respetan, me sienten feliz». Esa felicidad pasa por un trabajo «muy poco monótono y en el que es necesario crear nuevas cosas y asumir retos». Aunque la rutina empiece por un ordenador, una oficina y un programa de reuniones con ministerios. «Lo mejor es viajar a la zona para comprobar el estado de los proyectos». De esas rutas, de esa vida nueva en Perú extrae la viguesa varias conclusiones. «Esta experiencia es un ejercicio de tolerancia y respeto, de dar y de recibir intensamente. No te hacen falta más de seis meses para darte cuenta de que el Sur no es la desgracia que pintan y que no es necesario tener muchas cosas para ser felices; aquí hay mucha gente más satisfecha con sus vidas que otras muchas del Norte que aparentemente lo tienen todo».