Los resistentes templos de la música

SANTIAGO

Con motivo del cierre de la sala Rock Club, Fugas hace un repaso de los locales que continúan articulando el circuito de conciertos alternativos en nuestra comunidad.

26 ago 2011 . Actualizado a las 12:59 h.

La semana pasada, el Rock Club de Ourense anunciaba el fin de su trayecto. Tal y como explicaba Labra, su programador, daban carpetazo a «14 años en la trinchera, curando sordos, peleando con orgullo contra lo establecido, contra la normopatía imperante, defendiendo la independencia, el underground y nuestra particular manera de vivir la música». Las causas, según Labra, son muchas y variadas (la crisis, el desgaste, la ley antitabaco, el desinterés del público...). La consecuencia, sin embargo, única. Galicia se queda sin una de sus salas de referencia. La que pone título a Rock Club, el tema que The Cynics compusieron en su honor. La que en la mítica se asociará a los directos de The Dictators o The Fuzztones.

La noticia ha sido recibida como un jarro de agua fría en la comunidad roquera. Las salas de conciertos son a la música en vivo lo que el vinilo a la grabada. En ellas germina un extra de autenticidad y compromiso que hace que la experiencia musical se sienta de otra manera. Además, esos espacios terminan convirtiéndose en la extensión natural del local de ensayo. Dicho de otro modo, sin salas de conciertos, la escena rock de las ciudades no existiría, más allá de los grupos prefabricados que las compañías arrojan directamente a los grandes escenarios. Y, como todo el mundo sabe, estos suelen florecer en otras latitudes.

Por ello, desde los pequeños escenarios gallegos se reclama que se les valore un papel cultural más allá de la categoría de ocio. «Está claro que formamos parte de la cultura de las ciudades. Pero parece que la cultura solo existe hasta las diez de la noche, lo que viene luego es vicio», apunta entre risas Alberto Grandío, responsable de la sala Clavicémbalo de Lugo y presidente de Clubcultura.

Grandío, como la mayoría de sus compañeros de sector, tiene claro que, cuando uno se tira por el tobogán de la música en vivo a estos niveles, lo hace con cualquier ánimo menos el económico. «Hay que ser un loco por la música para meterse en esto», asegura. David Pedrouzo, copropietario del Café Pop Torgal de Ourense, lo secunda: «Al menos en mi ciudad, todos están en esto por pura pasión. Yo, cuando programo, no estoy pensando en dinero ni en llenar, sino en el orgullo de lograr que ciertos artistas terminen en mi local».

Junto a la pasión y la cultura, la otra palabra fetiche del gremio se llama profesionalidad. Antonio Borrazás, gerente y programador de la sala Capitol de Santiago, abierta en el 2003, apela a ella de continuo: «Si queremos que se vea un papel cultural en nuestro trabajo tenemos que ser profesionales. Hoy día, cualquiera puede contratar a un grupo para un concierto. Solo tienes que llamar al agente y pagar el caché. Otra cosa es hacerlo ofreciendo al espectador unos mínimos de calidad y comodidad». En ese sentido, su local se ha convertido en un referente en Galicia. «Cuando abrimos Capitol, perseguíamos conseguir una sala que entrase en el circuito de conciertos nacionales, trayendo artistas que normalmente no llegaban aquí», recuerda Borrazás. Observando casos recientes como los de Interpol, Teenage Fanclub o Yo La Tengo, queda claro que lo han logrado: «Se ha demostrado que existe un público en Galicia capaz de hacer un desplazamiento cuando viene un artista de calidad a una sala en la que saben que van a gozar de una buena acústica y de espacio».

Subvenciones

La gran espina de Capitol, que programa unos cien bolos al año, se encuentra en no poder mantener una dualidad común en el resto de las salas: mezclar los conciertos con la actividad de club. «Nuestra idea era financiarnos con los conciertos y un horario de apertura al público -dice-, pero por ahora solo podemos hacer directos. Depender de subvenciones resulta muy complicado. Está bien que las haya, pero no puedes basar tu modelo de negocio en eso».

Retorna, de nuevo, la figura de papá ayuntamiento y mamá Xunta, un terreno resbaladizo. «Es que eso es un problema que viene de viejo», sostiene Alberto Grandío, que plantea los dos polos de la situación. «Unos ayuntamientos pagan los carteles a las salas, mientras que en otros le ponen multas por pegarlos. En medio, puedes encontrar de todo», apunta.