La confusión de la entrada libre

camilo Franco SANTIAGO / LA VOZ

CULTURA

La catedral de Santiago sigue sin seguridad una semana después del robo

14 jul 2011 . Actualizado a las 06:00 h.

Es difícil encontrar un centro comercial con un tráfico tan intenso como el que tiene la catedral de Santiago en el mes de julio. Un tráfico humano continuo, caótico, desorganizado, interclasista y solo dominado de vez en cuanto en su ruido por algún «chisss» que llega por la megafonía que nace en el altar. El resto es cualquier cosa menos calma.

A las doce menos diez de la mañana la nave central y las dos que completan la planta de cruz del templo principal tienen todos sus bancos ocupados y son los únicos espacios delimitados. Alrededor de los bancos los visitantes hacen circunvalación entre quien curiosea por las capillas, sorteando a una peregrina que acaba de dejar atrás, con ojos llorosos, el confesionario para hablantes de alemán, y los sacerdotes sentados a la espera de dispensar el sacramento de los pecados. Hay parejas, familias, mujeres con niños, gente escondida tras el incesante disparo fotográfico, sandalias, bermudas, chándales y bolsos, muchos bolsos.

Del otro lado, del lado del control, se ven tres agentes de seguridad privada que a las doce menos cinco cierran las puertas que dan al Obradoiro para evitar que los visitantes entren por ellas a la hora que comienza el culto. Pero advierten que se puede entrar y salir por los otros dos accesos: Acibechería y Platerías, laterales al altar mayor.

Lo posible

La gente siempre hace lo posible, así que entra y sale, se detiene a observar los detalles de la cruz de Santiago o a ver desde una de las pantallas que amplifican lo que sucede en el presbiterio. A esa hora, una religiosa pide a los sentados ,«también los de la primera fila», que ensayen los cantos. Tiene poco éxito porque la gente quiere ver un espectáculo, no asistir a misa, aunque la monja insiste: «Cantar con el corazón es como rezar dos veces». El ensayo fracasa pese a las rebajas. Junto a los tres vigilantes, otros tantos frailes jóvenes, vestidos monacalmente de azul y amarillo, se dispersan por la nave para poner un poco de calma por las esquinas de la celebración. Son más agentes del orden que de seguridad y su vocación no pasa de pedir silencio. El acceso al santo está un poco más organizado, aunque sea por directa cuestión de espacio. Una cola incesante que se interrumpe con los cultos. A la hora de las misas una parte de los visitantes se dispersa por los alrededores de la nave central, por esos claustros en los que todavía se habla del Códice Calixtino.