Provoca, que algo queda

Mercedes Rozas

CULTURA

Marcel Duchamp fue el precursor de una legión de artistas actuales que los espectadores entienden cada vez menos

24 may 2009 . Actualizado a las 02:00 h.

Desde que Duchamp eligió un común urinario para otorgarle el don de obra artística, el arte y la crítica trazaron caminos paralelos. Para el señor R. Mutt, seudónimo del artista y firmante de la propuesta, lo que se pretendía era crear «un nuevo pensamiento para ese objeto» al margen de cualquier valor estético. Sin embargo, la necesidad de dotarlo de filosofía hizo que muchos llagarán a ver en la Fuente-urinario un «Buda encantador» o la influencia de la pintura de Cézanne.

Lo que hizo el artista francés entonces no fue solo una simple provocación, encarnó un claro intento de reventar desde dentro ciertos supuestos que hacía mucho tiempo que no se movían. «O ahora o nunca», pensaron todos aquellos que impulsaron el ready-made o las primeras performances a principios del siglo XX. Fue una estrategia estudiada y, desde luego en aquel momento, original. Las distintas acciones de dadaístas surrealistas y futuristas estuvieron acorde con su época, época en la que las vanguardias reestructuraron el mapa artístico.

Después de estos inicios los caminos del arte contemporáneo se multiplicaron y Duchamp sirvió de justificación para todo. Se sucedieron, igualmente, estrategias estudiadas, pero ya no siempre tan originales, y de aquella primigenia iniciativa esencialmente quedó un valor a imitar: la provocación. Con ella se crea también una nueva tendencia: el arte-espectáculo.

Así surgieron muchos de los desplazamientos conceptuales posteriores del arte contemporáneo: minimal, pop, body, povera, land? o movimientos como El Fluxus o el Accionismo vienés. Y así se acreditaron desde los sesenta del siglo pasado hasta hoy algunas de las actuaciones más osadas y radicales, como las automutilaciones de Gunter Brus y Chris Burden, los escatológicos vídeos de McCarthy, las latas de excrementos de Manzoni, los caballos dentro de una galería de Kounellis, las camas con condones de Tracen Emin, los tiburones en formol de Hirst, las intervenciones de Santiago Sierra?

Mientras, la crítica proporcionaba teoría a cada uno de los pasos dados y, al tiempo, el espectador se alejaba más y más del arte contemporáneo y entendía cada vez menos al artista y a todos aquellos círculos artísticos -críticos, galeristas, directores de museos?- que defendían muchas de estas arriesgadas propuestas e impulsaban un mercado ad hoc para ellas.

En Galicia, la reciente intervención de Sierra en Marco no hace sino memoria de presencias cuestionadas en su día, como aquella escultura-lechuga de Giovanni Anselmo o algunas de las inextricables exposiciones realizadas en estos últimos años en el CGAC. El debate sobre estos y otros muchos proyectos continúa y dirige su mirada de manera especial hacia las instituciones sufragadas con erario público. Centros de arte contemporáneo vacíos, patronos que son convidados de piedra y dinero materialmente tirado son el resultado de una actividad que basa sus argumentos en la pluralidad expresiva, la capacitación de especialistas en la materia, la libertad de gestión de sus responsables y, por supuesto, en la mediocridad de los que no piensan lo mismo.