A golpe de clip

YES

08 jul 2017 . Actualizado a las 05:10 h.

9 de abril de 1940. En 48 horas, el ejército y la aviación alemanes doblegan la resistencia de los soldados noruegos dentro de la estrategia de expansión del nazismo por el norte de Europa. El 10 de junio, Noruega se rinde oficialmente, el rey Haakon VII se exilia en Londres y Adolf Hitler sitúa al frente del país a Josef Terboven, un despiadado oficial alemán cuya misión incluía aterrorizar a la población y convertir el país en el refugio ulterior de los dirigentes nazis, en caso de que Alemania fuese ocupada por los aliados. Para los nacionalsocialistas, Noruega era una especie de reserva racial y sus mujeres la expresión más sublime de lo ario, lo que las convirtió en víctimas de muchos experimentos eugenésicos.

La resistencia a la invasión se organizó en torno a la Universidad de Oslo. En el otoño del 40, el movimiento era firme y necesitaba un símbolo que los identificara. Lo encontraron en el clip, un invento que atribuían al noruego Johan Vaaler (finalmente lo patentó un estadounidense) y que resumía el espíritu de unidad e identidad nacional que necesitaban. Solapas y puños de los trajes de los estudiantes empezaron a ser ocupadas por estos alambres cuyo simbolismo enseguida fue detectado por los invasores nazis, que prohibieron el uso de los clips y condenaron a muerte a quienes desobedecieron la instrucción. La escultura de uno enorme sorprende hoy a los visitantes del campus universitario que desconocen la historia que oculta este humilde alambre. Una historia de resistencia y dignidad que se manifestó a través de un objeto menor que estos días volvió a ser noticia: Prada ha puesto en el mercado un clip de plata, fabricado en Italia, por el que hay que pagar 160 euros. Los ojeadores de tendencias creen que la empresa italiana se suma a una vocación compartida con otras firmas de lujo que han empezado a invadir la vida cotidiana estampando sus logos en cosas pequeñas como un clip o una pinza para sujetar billetes. La de Louis Vuitton cuesta 200 euros y la de Gucci, con cabeza felina, 270.

Tostadoras de marca, cepillos de dientes de titanio (3.600 euros cuesta uno de Reinast, que te cambia las cerdas cada seis meses...) o palillos de oro y brillantes sobresalen en la extravagante oferta de compañías que aspiran a reclutar a todos aquellos que hacen de la marca una posición en el mundo.

Hace unos meses, Balenciaga presentaba su versión de la bolsa azul de Ikea, esa indestructible que tras transportar las copas de vino Hederlig de las que te abasteces en la multinacional sueca dedicadas a todo tipo de tareas pesadas, incluida la de portear la colada. Tras pasar por la trituradora del consumismo más inasequible, el saco, cuyo precio original es de medio euro y que conserva su inconfundible tintada aunque el polipropileno original haya sido sustituido por piel, cuesta ahora 1.695 euros. Coincidiendo con el lanzamiento, un portavoz de Ikea bromeó: «Nos halaga profundamente que este bolso de Balenciaga sea similar a nuestra icónica bolsa azul sostenible. ¡Nada puede superar la versatilidad de una gran bolsa azul!». Expertos como son en márketing, la empresa fundada por Igvar Kramprad publicó un anuncio en el que invitaba a reconocer la auténtica bolsa Frakta frente a imitaciones, por muy exclusivas que estas fueran. Apunten: hay que sacudirla, si cruje es la auténtica; es multifuncional, puede transportar un equipo de hockey, ladrillos e incluso agua; se puede limpiar con una manguera de jardín cuando está sucia y cuesta 0,50 euros.

Entre el clip resistente de los noruegos y la bolsa azul de Balenciaga hay la misma distancia que entre dos galaxias.

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