Un compromiso para toda la vida

Begoña Rodríguez Sotelino
begoña r. sotelino VIGO / LA VOZ

VIGO CIUDAD

Olalla Fernández mira a Nube, su cacatúa alba, rodeada por el loro eclectus Isis (rojo y azul), el aratinga Epi (verde) y la ninfa Coqui.
Olalla Fernández mira a Nube, su cacatúa alba, rodeada por el loro eclectus Isis (rojo y azul), el aratinga Epi (verde) y la ninfa Coqui. óscar vázquez< / span>

La joven viguesa Olalla Fernández, anatomopatóloga y estudiosa de las aves autodidacta, convive con cuatro loros que son como niños. A los dos más grandes los saca al parque y duerme con uno de ellos

19 mar 2015 . Actualizado a las 13:52 h.

El sustantivo fascinación es poco para explicar lo que Olalla Fernández Collazo siente por los loros y toda su gran parentela, englobada en la familia Psitácida. Lo que comenzó como una afición infantil se ha transformado en la actualidad en una debilidad por estas aves cuya inteligencia y capacidad para imitar sonidos deslumbra a los humanos.

Todo comenzó cuando siendo una niña, con 3 o 4 años, encontró un periquito en un chiringuito de la playa de Areabrava, en la ría de Aldán, donde veraneaba con sus padres. La pasión fue creciendo. «Empecé con loritos pequeños y cuando me sentí preparada me hice con ejemplares más grandes. Los loros no son para cualquiera. Requieren enormes gastos, atención y cuidados, y si no se los vas a proporcionar es mejor no tenerlos. La gente tiene que saber que son psicológicamente muy complejos y es un compromiso de por vida», advierte, recordando que pueden durar hasta 90 años.

Los de Olalla no tienen queja. Llegó a tener seis, pero hace dos años falleció su agapornis Pauli y hace unos meses, la aratinga Noa.

La más vieja de la familia es la ninfa Coqui, que tiene 8 años. «Estaba herida y moribunda en la jaula de una tienda de animales y la compré para sacarla de allí». Después quiso aratingas tras ver uno en el zoo de A Madroa. Y no paró hasta que consiguió una pareja, Noa y Epi. «Eran silvestres y pasé mucho trabajo con ellos», comenta. Más tarde, ya curtida, llegaron los loros grandes, primero Isis, la eclectus roja y azul, y luego Nube, la cacatúa alba de color blanco. Olalla habla de tipos de aves como otros distinguen sin dudar a un yorkshire de un bulldog. Normal, teniendo en cuenta que lleva toda su vida estudiándolos y queriéndolos como otros quieren a sus canes. «Yo adoro también a los perros, pero esto es aún mejor. Son muy cariñosos y que hablen o no es lo de menos, es un insulto a su inteligencia. Descubrí un mundo increíble y no lo cambio», explica. En realidad le gustan todos los animales. «Y precisamente por eso decidí no estudiar veterinaria, porque no puedo verles sufrir». Así que se formó como técnica en anatomía patológica, rama sanitaria que le apasiona, aunque ahora está en paro. La falta de empleo la obligó a regresar con sus pájaros a la casa familiar, donde tiene una habitación para ellos con sus grandes jaulas, doble razón para que sus padres estén deseando que encuentre ocupación laboral.

La joven reconoce que le encantaría trabajar con loros. «Llevo años estudiando por mi cuenta, hasta tengo un foro en Internet y ayudo a quien me pregunta con los temas en los que estoy muy segura», indica, ya que de hecho ella los lleva a la clínica Gecko, donde son especialistas en animales exóticos, pero ella también se da maña para algunas labores, como limar picos y uñas de sus bebés voladores. «Son loro-hijos, están pollizados», ríe. Los trata como a las niñas de sus ojos. «No puedo estar un día sin ellos», reconoce. Los baña dos o tres veces por semana y les seca las plumas con cuidado, les compra juguetes, les da de comer fruta, verdura, nueces y pienso de calidad. «¡Nada de pipas! ¡Los destroza!», advierte, y los saca a la calle, aunque son muy caseros. «A los dos más grandes los bajo por separado al parque, con un arnés protector por si se asustan y salen volando. Y en verano, al monte y a la playa», cuenta, añadiendo que Isis, por la que tiene debilidad, duerme con ella. «Se queda en una esquina y no se mueve», asegura.

Ollalla les dedica muchas horas, sobre todo de día, ya que necesitan descanso, silencio y equilibrio. «Los acuesto a las 9 de la noche y no despiertan hasta las 11 de la mañana», declara mientras los devuelve a sus jaulas-nido y aprovecha para aconsejar a novatos que nunca pongan a un loro ni a ningún ave en una jaula cuadrada. «Se desubican. Y siempre, al menos uno de los lados, pegado a la pared», advierte.