23 jul 2014 . Actualizado a las 07:00 h.

A los que recordamos aquel anuncio de «si bebes no conduzcas» nos criaron en una cultura de permisividad con el alcohol que ha tenido muchos daños colaterales, como la muerte de un compañero de profesión atropellado una noche de San Juan en Samil por un conductor beodo, por recordar solo un triste episodio entre cientos de casos. Hace cuarenta años a los niños de entonces, en las aldeas, les daban sopas con vino tinto y azúcar para ir al colegio. Luego había que ver las caras de los algunos escolares ante la explicación de una división con decimales. Los bostezos no estaban producidos por la cancamusa cantinela del profesor de Matemáticas sino por la copiosa ingesta de caldo de Barrantes generosamente azucarado por la solícita abuela. Esos niños crecieron achispándose en Nochevieja con el sorbito de champán que, como la canción, les daban sus padres. Luego dieron el estirón y para flirtear empezaron a frecuentar los guateques con Martini, porque el bolsillo no daba para más y era la bebida de James Bond. Entonces para ligar a muchos se les iba la mano con las copas y en lugar de rematar como aprendices de 007, acababan echando los callos con garbanzos en el arriate de la finca de un amigo que era el anfitrión, aprovechando que sus padres no estaban en casa. Al llegar a la mayoría de edad y la plenitud democrática se acabaron las restricciones y entonces esos jóvenes empezaron a jugar los fines de semana a «tres en barra».

Y a partir de ahí muchos han sabido cortar, cambiar de juego y dedicarse a aficiones más sanas y otros, por desgracia, han acabado en una silla de ruedas por ir pasados en la moto. Pero como la adolescencia es curiosa es bueno encauzar esa curiosidad con iniciativas saludables como la de los cócteles sin alcohol de Ponteareas. Porque para bailar una samba no se necesita echarle aguardiente a la caipiriña. Solo hace falta una pareja.

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