Rompe el día. Lucha el primer rayo de sol por rasgar la niebla. Llueve. Aquí siempre orballa. Se despereza. Despacio. Estira los brazos hacia el cielo. Se sacude la humedad de los huesos. Sin prisas. ¿Para qué? Pasan los años. Pero aquí, en esta esquina del mundo, el tiempo no avanza. Se asoma a la calle. Observa. Como cada mañana. Es la hora. La ciudad se despierta. Santiago se pone en marcha. Se saludan los vecinos. Empieza a bullir la Plaza. Alonso piensa. Con la mirada perdida. Sentado en su cátedra. Y Maruxa engancha del brazo a Coralia. Han pasado tantos años... Diego. Bernardo. Esteban. Alfonso. Constanza. Después, Mateo. Y con él, la Gloria. Y después la fama. El repicar del cincel sobre el granito. Las primeras llegadas. La Jerusalén de Occidente. El robo de las campanas. Repasa con cuidado, en cada bloque de piedra, las marcas. Ochocientos años. Ochocientos años consagrada. Tanto tiempo. Tantas luchas. Tantos cambios. Ya ni siquiera tiene la misma fachada. Pero aquí, en el final del camino, el tiempo no avanza. Se levantan pazos. Se derriban murallas. Los años son santos. Las losas, milenarias. Se hablan mil lenguas. Se trabaja la plata. Se gobierna Galicia. Se necesita paraguas. Compostela. La rosa de piedra. La ciudad encantada. La Berenguela. Y las calles mojadas. Compostela. La meta de todos. El germen de Europa. Y El final del camino. El libro abierto que, por fin, cuenta la historia. Nuestra historia.