La inocencia perdida

Maxi Olariaga MAXIMALIA

BARBANZA

matalobos

23 abr 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

Hubo un tiempo de inocencia envolviendo nuestros días en papel de caramelo, en el que no conocíamos el miedo ni la inquietud ni el riesgo. Las avispas no picaban y las arañas dormitaban en el cielo raso de los alpendres aguardando, como el pescador aguarda, un tirón del sedal para sacar del lago de su tela el alimento. Eran horas tranquilas en las que el sol iluminaba con un solo rayo la cocina en la que un puchero hervía todo el día sobre la lumbre. Apenas había basura y, al anochecer, se dejaba en las puertas ante las que se detenía un carro tirado por un caballo que se sabía de memoria todas las paradas. El silencio se instalaba en su mecedora de nubes y como el telón de un teatro suspendido en el aire, flotaba ingrávido sobre las calles reptando como una serpiente de algodón de tejado en tejado. Al atardecer, cuando la luz bostezaba entre los plátanos, las parejas de enamorados buscaban la ciencia del amor en los bancos lindantes con el muro de los Franciscanos y los niños, fingiendo jugar al último escondite del día, espiábamos sus besos y sus manos.

Tiempo de paz casi conventual ignorante de las lágrimas y los ayes de los vencidos. ¿Qué sabíamos nosotros de la guerra, de las prisiones, de las venganzas y de las represalias? Nuestra vida era una caricia de colonia de mamá antes de salir para la escuela y nuestra prensa era el catón y el dictado. El general Franco era un héroe bajado de los cielos con el estandarte de la paz en una mano y la espada de la justicia en la otra. Un ángel de la guarda de aquella España convertida por la gracia de Dios en unidad de destino en lo universal.

En San Martín vivía Jesucristo dentro de una copa de oro encerrada en una alacena de oropel y acompañado por el rumor oscuro de las jaculatorias en latín y del siseo de los confesionarios. ¡Era todo tan fácil! Sabíamos que muy lejos, más allá de Roma y de Cádiz, había niños tristes porque sus papás eran malos, pero cada año en octubre redimíamos sus desgracias pidiendo limosna para ellos.

Una mañana, sin previo aviso ni acuse de recibo, se levantó el telón y el aire contaminado quedó al descubierto. Los pájaros se volvieron locos y la serpiente de algodón se convirtió en escayola a los pies de una virgen de rostro mustio. El muro de San Francisco fue abatido por las mismísimas trompetas de Jericó y los novios huyeron a medio vestir del Jardín de las Delicias. Todo, repentinamente, se volvió confusión y anarquía y pudimos ver aterrados como nuestra infancia ardía en una pira de trompos, estornelas y tableros de parchís. La tez se nos volvió cetrina y la mirada perdió su transparencia. Sobrevino la peste, conocimos la muerte y supimos que los niños de ultramar no recibían el dinero que reuníamos en las huchas. Al Nazareno lo habían desahuciado del sagrario y los demonios habían derrotado a los ángeles. Agotada la colonia de besos de mamá, montañas de basura habían sepultado al caballo y a su carro.

Todavía hoy, en las noches de terror, suplico a los cielos en los que jamás estuvo el general Franco que me rescaten de tanto fraude, de tanta amenaza. No me acostumbro a haber sido engañado tanto tiempo. Y me siento culpable de haber perdido la inocencia.