Epitafio para un café

SOCIEDAD

El lamento por la muerte del café literario es en sí mismo un género literario y cada uno de estos establecimientos que desaparece va dejando un rastro de artículos nostálgicos, hasta tejer una corona fúnebre entre sentimental y reiterativa

01 ago 2015 . Actualizado a las 05:00 h.

En La Colmena, de Camilo J. Cela, hay una escena famosa en la que los tertulianos de un café descubren de repente que las mesas de mármol del local son en realidad lápidas dadas la vuelta. La idea parece una de las bromas macabras que abundan en la obra del escritor padronés. Sin embargo, es una anécdota que responde a un hecho histórico. Parece ser que hace muchos años, un tal Antonio Toledano tenía en Madrid un negocio de reciclado de lápidas descartadas, que él pulía y montaba en mesas para luego venderlas. Como a veces el lijado era insuficiente, se cuenta que durante varias décadas no era inhabitual que si uno tenía la curiosidad de pasar el dedo por el anverso de la mesa de un café o de un restaurante acabase por distinguir el nombre de un difunto.

Estos días los medios glosaban aquel pasaje de La Colmena para contar el repentino cierre del Café Comercial, el más antiguo de Madrid, porque se dice que en él se inspiró Cela para su libro. Hablaban también de las míticas tertulias del Comercial: de la que tenían allí los hermanos Machado antes de la guerra, de la que tenían después de la guerra Jardiel y Aldecoa, y de otras que vinieron después. El lamento por la muerte del café literario es en sí mismo un género literario y cada uno de estos establecimientos que desaparece va dejando un rastro de artículos nostálgicos, hasta tejer una corona fúnebre entre sentimental y reiterativa. En el fondo es una nostalgia anacrónica, porque lo cierto es que el café literario como tal murió hace ya mucho tiempo, y de una muerte prosaica. Lo mató la calefacción, que hizo redundantes estos refugios para bohemios con falta de liquidez. Hace mucho que se traspasaron los antiguos domicilios de la historia de la literatura. En el caso de Madrid, el Fornos de Manuel Machado, que era el templo del noventayochismo español, es hoy un Starbucks; en el Gato Negro de Valle-Inclán, que era el de los modernistas, se ubica hoy un teatro; y el Café Pombo donde sentaba cátedra vanguardista Gómez de la Serna alberga hoy una tienda de peletería.

No, si yo le quisiese escribir un obituario al Café Comercial no me centraría en el pedigrí de las tertulias, porque lo que me gustaba a mí del sitio era justamente lo contrario, lo que tenía de ordinario y solitario. Un café es un archipiélago de mesas a la deriva. Yo tengo pasado mañanas y tardes enteras allí escribiendo, haciendo notas con letra menuda en las servilletas de papel. Cada poco paraba y miraba pasar el mundo a través de la enorme cristalera de la fachada, que hace que la sociedad parezca un acuario. Y al final, tras mucho esfuerzo, salía de allí dejando el cenicero lleno de papelitos arrugados, una circunferencia de café manchando la mesa y, no sé cómo, el artículo terminado. Para mí el Comercial era un lugar de trabajo. También era una sala de estar, el lugar de encuentro con mi hermana cuando la iba a ver a Madrid y, cuando vivía yo ya en Madrid, el lugar donde me venían a encontrar los amigos. Hablo de treinta años de encuentros, conversaciones y cafés. Lugares como estos, cuando uno los visita con frecuencia, provocan un efecto mágico: los recuerdos se comprimen y se mezclan, se tornan en un retablo en el que todo pasa a un tiempo, que es justamente en lo que consiste la memoria: en que parece que todo sucedió en un solo día y que ese día fue ayer.

No estoy seguro de si al final fueron realmente las mesas del Comercial las que inspiraron a Cela la escena de las lápidas en La Colmena. Aún así, fantaseaba yo ayer con la idea de entrar allí por la noche, aprovechando la luna azul. La cuestión sería esta: pasar por última vez los dedos por el vientre de las mesas, solo por ver si está allí grabado, en relieve, el epitafio de tantas horas y tantos recuerdos.