¿Qué tiene de raro un papa jesuita?

SOCIEDAD

Muchos jesuitas pudieron y debieron ser papas, pero nunca trabajaron para ello. Y por eso hubo muchos que temieron estar ante un grupo de poder similar a los templarios

15 mar 2013 . Actualizado a las 13:21 h.

Las primeras expresiones cristianas de la vida contemplativa -los anacoretas- fueron personales. Pero pronto se extendió la sensación de que el aislamiento absoluto no es una forma natural de vida, ni una ayuda efectiva para el servicio de Dios. Y por eso surgieron instituciones encargadas de encuadrar a estos anacoretas -los cenobios- y proporcionarles un culto compartido. Pero el gran paso lo da Benito de Nursia, creador del eslabón que nos mantiene unidos a la cultura clásica, y redactor de la famosa regla que él mismo resumió en tres palabras -«Ora et labora» («Reza y trabaja»)- que siguen siendo el consejo más repetido y perfecto de la historia.

Los monasterios benedictinos no fueron solo centros de oración. Fueron factorías de civilización y cultura, los primeros centros de I+D+i+e de Europa, porque en ellos se hizo investigación, desarrollo, incardinación en el medio y oración caritativa. Y, aunque San Benito nunca salió de la abadía madre de Montecasino, logró llevar la compleja labor de los monasterios a todo el territorio europeo. Herederas directas de San Benito fueran las órdenes reformadas de Claraval y Cluny, que en conjunto reconstruyeron y unificaron la iglesia y la sociedad europea, extendieron y sublimaron la arquitectura, las artes plásticas y la música, crearon las grandes bibliotecas del Medievo, y enseñaron a las gentes a mejorar los cultivos, la ganadería y la administración del alimento.

A partir del siglo X, con el Occidente reconstruido y el esplendor bajomedieval en ciernes, al mismo tiempo que se iniciaba el proceso de separación de los poderes terrenal y espiritual, se inició una etapa de diversificación, especialización y proliferación de órdenes -monásticas, mendicantes y de clérigos regulares- que constituyen el mayor tinte de gloria de la historia de la Iglesia, con una serie de nombres que, con solo citar una pequeña selección -cartujos, dominicos, franciscanos, mercedarios, agustinos, carmelitas, jerónimos y clarisas- asombran a cualquiera que conserve un mínimo de sensibilidad y cultura.

Entre esas órdenes se inscribe con especial esplendor y primacía la Compañía de Jesús, creada en Roma en 1534 por Ignacio de Loyola, y llamada a desempeñar un papel decisivo en la crisis religiosa del Renacimiento, cuando la reforma de Lutero, el cisma de Inglaterra, la Contrarreforma tridentina, la evangelización de América y de Asia y el refuerzo de las estructuras internas de la Iglesia católica pusieron a prueba a la orden que en pocos años llegó a ser la más numerosa y admirada de todas, la que acumuló más evangelizadores y mártires, la que nos proporcionó más santos, la que abrió más universidades y colegios, la que supo compatibilizar la obediencia al papa y la restauración tridentina con la mejor y más profunda teología católica, la que formó buena parte de las élites civiles y religiosas del mundo, la que disuelta y perseguida repetidas veces, sigue brillando en los más diversos contextos, y la que -permítanme este cariño personal- dirige la Universidad Pontificia de Comillas, en la que yo estudié.

Creada para intervenir en el desarrollo del mundo con la visión de un capitán herido que se puso al servicio de Dios, los jesuitas identificaron desde el principio sus grandes objetivos -evangelizar, espiritualizar, liberar y educar-, y sus grandes instrumentos -la disciplina y la obediencia, la oración, el estudio permanente y en niveles de excelencia colectiva no superados y el arrostrar todas las misiones en la primera línea-.

Muchos jesuitas pudieron y debieron ser papas, pero nunca trabajaron para ello. Y por eso hubo muchos -cristianos de base, reyes, enemigos de la fe y pontífices- que viendo a los jesuitas temieron estar ante un grupo de poder similar a los templarios. Los sabios, los misioneros, los mártires y los santos demostraron que no era verdad. Y el papa Francisco representa hoy la justicia del Espíritu Santo, al probar que, cuando llega el tiempo de tribulación, nadie responde como los jesuitas, un portento de excelencia y humildad.