De Compostela me quedo con su sol

Xurxo Melchor CRÓNICA

SANTIAGO

01 jun 2016 . Actualizado a las 05:00 h.

Es inevitable. Se echa en falta lo que no se acostumbra a tener. Queremos lo que nos niegan. Añoramos por defecto lo inusual, aunque no siempre sea objetivamente mejor que lo que poseemos. Siempre me ha dejado atónito que haya gente que de Compostela, una de las diez ciudades más bellas de Europa, destaque como hito máximo de su belleza ambiental -la física radica indiscutiblemente en la Catedral- la lluvia. Sí, hay muchos que dicen amar la lluvia compostelana. La piedra mojada, las calles brillantes. Hasta el musgo que tanta humedad hace brotar por todas partes. De todo tiene que haber cuando de gustos se trata, pero yo soy de los que de Compostela me quedo con su sol. Con esos días -los menos, esto es así- en los que el azul brillante del cielo aparece de pronto y nos hace recordar que vivimos en el caliente sur del continente y no en el Mordor que creó la palpitante imaginación de J. R. R. Tolkien en El señor de los anillos. Para los que no sepan de qué hablo -y esto es en verdad no saber-, me refiero al oscuro y tenebroso lugar en el que en esta extraordinaria aventura habita el mal extremo y puro.

Santiago se parece muchas veces a ese Mordor nublado, lluvioso y desasosegante. En esos días húmedos basta con huir 50 kilómetros en cualquier dirección para encontrar mejor tiempo. Menos lluvia, menos frío. Una tregua. Yo adoro cuando esos momentos de paz se adentran también en Santiago y todo parece mejor, más amable. Aún más hermoso. Ese sol invita a vivir la ciudad de la única manera en que se debe hacer para conocerla de verdad. En sus calles, en sus bares, en sus parques. A solas con ella en la noche. Bajo las estrellas en el parque de la Alameda. Este es el Santiago que a mí siempre me ha cautivado.

Hacer de la lluvia un reclamo turístico, como pretenden esos que dicen amar tanta agua, es conformista. Creo que hasta falso. Es querer convencer al que llega por unos pocos días que el encanto de la ciudad está en aquello que es habitual. «Qué bien que llueve, vas a ver Santiago con todo su encanto», he oído decir. Pues no. Vas a mojarte. A pasar frío. A convertir una tarde de cañas en una yincana. De charco en charco hasta la mojadura final. Sería mejor hablar del sol de Compostela. De ese mágico momento. De esa belleza rara y extraordinaria. Así habría quien repetiría visita solo por no haber podido disfrutar de tan memorable y loado fenómeno. Hasta pudiera ser que los turistas, en lugar de llegar, ver -la Catedral- y marcharse a toda prisa extendieran unas jornadas más su estancia para intentar coincidir con el sol santiagués. Ese raro fenómeno que cuando se presenta te hace sentir el más afortunado de los terrícolas.