Manuel López, una historia con punto... y raya

Nacho Mirás Fole N.M. Santiago / la voz

SANTIAGO

monica ferreirós

Se jubila el funcionario de Correos más veterano de España

13 may 2013 . Actualizado a las 13:44 h.

Juanita. Un niño. Todo bien. 3,600. Besos. Mamá». «Llego mañana exprés. Espérame estación». «Te quiero, mi vida. Sufro. Mariano» «Yo bien. Todos bien. Mandadme cien». Bien mirado, tampoco hay tanta diferencia entre los telegramas que acaba de leer y un WhatsApp cualquiera. La de historias que se han contado por telegrama, primero en morse, luego a través de teletipo... Manuel López Méndez (Sarria, 1944) dice con la autoridad que da ser el funcionario de Correos más veterano de España que hoy, sin embargo, un telegrama no deja de ser «un correo electrónico con entrega domiciliaria». Pero cuando Manolo era Manolito y empezó, con catorce años y de pantalón corto, a repartir telegramas en bicicleta, aquella forma de comunicación seguía siendo tecnología punta.

Hoy, el que más y el que menos sabemos que Samuel Morse fue un inventor norteamericano que contribuyó, con Joseph Henry, a la invención del telégrafo y al código de puntos y rayas que lleva su apellido. Pero solo con que se fije un poquito, solo un poquito, encontrará a su alrededor más morse de lo que se cree. Verá cómo, después de leer esto que le cuento, hoy escuchará los partidos en la radio con otro interés. ¿Sabía que cuando cantan un gol y se oyen de fondo unos pitos frenéticos, lo que suena es una palabra? Lo es: «Gol», pero traducida al código de don Samuel Finley Breese Morse: «--. --- .-..».

Todavía hay más. Si en casa alguien tiene un móvil Nokia, es muy posible que, cuando reciba un SMS, la terminal le avise con unos pitos. Morse también, exactamente las siglas de Short Message Service (SMS), pero en versión pitada: «... -- ...».

Manolo López se jubilará esta semana, después de toda una vida dedicada comunicar a la gente, buena parte desde Santiago. Y con él se lleva una habilidad que cada vez es menos común: entender morse de oído. «Con la práctica -cuenta- el oído se te va haciendo a la musiquilla de cada letra y, por extensión, de cada palabra». Justo después de eso muestra el dedo con el que telegrafiaba y dice: «Llegué a tener callo».

En Compostela aterrizó en 1965, con 21 años, pero llevaba desde los catorce entregado a la causa de transmitir la vida de los demás. «En la oficina -dice- había tres días especialmente intensos, con colas kilométricas para poner telegramas: el 13 de febrero, víspera del día de los enamorados; el 18 de marzo, justo antes de San José (el nombre más común); y el San Manuel. Con semejante cantidad de trabajo, en Telégrafos no tenían más remedio que hacer copias de los telegramas en Santiago y mandarlos a Madrid por avión, tal era la cantidad de felicitaciones. Manolo apela a la ética profesional de este que escribe y deja a mi criterio que cuente o calle ciertos «pecados» que tenían como intermediario al telégrafo. «Decimos el pecado, no el pecador ¿de acuerdo?». Levanta una ceja.

El funcionario cuenta que era habitual que, cuando se celebraba la fiesta del pueblo y alguien tenía un hijo en la mili, de repente enfermasen muchos familiares de los quintos. «Eran mensajes tipo Tu padre enfermo. Ven a verlo. Pide permiso urgente». Eso conllevaba que el jefe del cuerpo en el que estaba destinado el quinto pidiese informes sobre la veracidad de la dolencia a la Guardia Civil. Nada que no arreglara una caja de puros.

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Cuando Manolo era Manolito, Correos no era un todo. ¡La de tiempo que faltaba todavía para que mandara en la casa Alberto Núñez Feijoo! Había entonces dos subdirecciones que dependían de una misma dirección general: Telecomunicaciones por una parte; y Correos, por la otra. «Incluso teníamos cuentas de explotación separadas», precisa López, que se hizo mayor en la parte de las telecomunicaciones y llegó a lo más alto en la empresa.

Al veterano funcionario se le dispara la nostalgia cuando recuerda que, al llegar a Santiago, vivió con un compañero en una pensión de la plaza de Rodrigo de Padrón, frente al cuartel de la Guardia Civil (hoy comisaría de policía). «El telegrafista -cuenta - se pasaba la vida transmitiendo por morse y nosotros, desde la habitación, intentando interceptar las comunicaciones de orella. Pero muchos telegramas eran cifrados, con bloques de cinco números, y aquello era un coñazo impresionante de transmitir».

Ahorrando palabras

Ahora, cuando uno pone un telegrama le cobran por bloques de palabras. Se hace mucho, por ejemplo, para dar pésames, sobre todo si uno no tiene suficiente confianza con la familia del finado como para descolgar el teléfono. Pero en aquellos tiempos se pagaba por palabra, y eso generaba también alguna situación rocambolesca.

Manolo recuerda un episodio en Muros de San Pedro. En plenas fiestas acudió a la oficina un quinto de permiso, acompañado por un amigo, con la intención de mandar un telegrama trapalleiro al cuartel para que le prorrogasen la libranza. «¡A ver, que poñemos!», le preguntaba el amigo. «Pon... pon... xa sei: Mi padre sigue enfermo. Ruego prórroga permiso». Cuando Manolo se disponía a telegrafiar, el quinto rectificó: «¡Non, que hai que aforrar palabras! Pon así: Padre inmejorable. Ruego prórroga permiso».

López se toma unas merecidas vacaciones indefinidas, que 54 años escuchando las conversaciones de los demás es toda una vida. Para acabar, ¿le apetece un reto? Busque un conversor y traduzca esto: «-.. .. ... ..-. .-. ..- - . / --.- ..- . / .-.. .- / ...- .. -.. .- / . ... / -.-. --- .-. - .- ». Manolo lo haría de oído.