«La gente da dinero, la gente es buena»

María Hermida
maría hermida PONTEVEDRA / LA VOZ

PONTEVEDRA CIUDAD

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A unos los trajeron las fiestas, a otros el verano. Algunos están todo el año en Pontevedra: todos piden en la calle

20 ago 2016 . Actualizado a las 05:00 h.

El padre Gonzalo, el hombre que gobierna con voz templada y paciencia infinita el comedor social de San Francisco en Pontevedra, es de los que no necesita mirar estadísticas ni listas para saber si las cosas mejoran o no en cuanto a la pobreza. «Yo mismo estoy sorprendido, estamos teniendo menos gente a comer que en invierno. Hace meses estábamos en unas 130 personas al día y ahora no pasamos de las 98 o 100 como mucho. Pero no te engañes... Nada ha mejorado. El verano hace que algunas personas vayan y vengan más de un lado a otro o que se quiten algún dinero en las fiestas y no acudan a comer... Pero su situación no creo que haya mejorado. Ojalá, pero no lo creo. Siguen en la calle, igual en otros sitios, porque en verano van más de un lado a otro, pero en la calle». Las palabras del padre franciscano se entienden bien si uno, simplemente, se da una vuelta por cuatro o cinco calles pontevedresas. Y, en lugar de posar la vista en escaparates, mira a quien pide dinero. Hay caras conocidas, rostros que están ahí verano e invierno. Pero también hay recién llegados.

En Daniel de la Sota, sentado en un portal, pide dinero Pablo, de náuticos y polar gris. Nada más empezar, dice: «Soy de los que anda en el carril, ¿sabes de qué hablo no?». Se refiere a que vive en la calle, sin techo, yendo de aquí y allá para tener un albergue en el que descansar -no se puede permanecer en el mismo alojamiento de forma indefinida-. Al principio, dice que las fiestas lo trajeron de Vigo a Pontevedra, por eso de que a más gente más posibilidades de sacarse unos euros. Pero luego, matiza: «En realidad, me gusta venir aquí, la gente da dinero, la gente es buena», afirma. En ese momento, un hombre mayor le deja caer unas monedas en la mano. Y le dice: «Este país tiene que cambiar». Él sonríe y le da la razón.

Pablo no tiene claro si el país cambiará. Lo que sí opina es que va a ser imposible que él deje la calle: «De esto ya no salgo». Cuenta que es de A Mariña lucense y que en su juventud ya vivió de la mendicidad. Luego tuvo trabajos esporádicos, en la hostelería. Y ahora lleva otros cinco años pidiendo. Peina los 42 y, según dice, la salud le falla: «Pero sé que puedo resistir muchos años así. No duermo en la calle porque voy juntando dinero y no lo malgasto... Tengo mis deslices como cualquiera, pero lo invierto bien, no derrocho nada». Hasta parece contento, o quizás solo resignado, pero una última frase suya indica lo contrario: «La calle es lo último. Verte así es lo peor del mundo. No hay nada más triste que esto, créeme».

Las vergüenzas de Karim

No muchos metros más allá de Daniel de la Sota, ya cerca del comedor de San Francisco, caminando hacia él para llevarse al estómago un menú caliente, aparece otro hombre, que indica que es nigeriano y se llama Karim. Él también recaló en Pontevedra hace pocos días. Y, como Pablo, viene de Vigo. Pero su caso es distinto: «Yo tenía casa allí y todo, pero tuve problemas con el banco por deudas y me daba muchísima vergüenza que mis amigos me viesen en la calle, así que me vine aquí», señala. Está durmiendo en el albergue de Monte Porreiro -desde donde indican que actualmente tienen ocupadas todas las camas- y comiendo de la caridad. Pero cree que podrá remontar: «Yo espero volver a trabajar, no seguir en la calle», señala muy rotundo.

Cerca de la Peregrina, donde un grupo de gaitas pone sonido, pide una joven con una especie de gorra. Tampoco es un rostro habitual de la calle pontevedresa. Ella lo confirma: «Vine por el verano, por las fiestas, a ver si así conseguía algún dinero. Voy por todo el norte». No quiere decir su nombre. Ni su procedencia. «Perdóname, pero tengo familia y no quiero que sepan nada de esto», se disculpa. Luego, añade: «Pero di de mi parte que la gente de Pontevedra es buena, aquí nunca me voy de vacío».

Se despide uno de ella, se enfila La Oliva y el sonido de las gaitas de las fiestas se aleja para dejar paso al de una flauta. La toca Carol. Ella pide dinero a cambio de su melodía. Es cántabra, tiene 35 años y hace más de una década que se gana la vida «así, a pie de calle». Ahora vive con su pareja en Vilaboa, «allá en medio del monte», señala. Y lo habitual es que cada mañana ambos echen a andar hacia Pontevedra. Hacen autostop, pero no siempre tienen suerte: «A veces nos toca venir andando, muchas veces, es casi una horita, no queda otra», dice. Ella tampoco se queja de la generosidad ciudadana: «Hay días buenos y otros no, pero la gente te va dando. Ya puedo juntar, porque tenemos cuatro perros y diez gatos», remacha.

Pablo, Karim, una mujer anónima y Carol, cuatro historias de la calle separadas por pocos metros de calles. Parece que el padre Gonzalo no se engañaba. Puede que el número de comensales baje en el comedor social. Pero las necesidades siguen ahí fuera.