«Mamá, ¿por qué no puedo estar quieto?»

María Hermida
maría hermida PONTEVEDRA / LA VOZ

PONTEVEDRA CIUDAD

Toño, diagnosticado con TDAH, al que su madre, la terapia psicológica y los fármacos sacaron del pozo.
Toño, diagnosticado con TDAH, al que su madre, la terapia psicológica y los fármacos sacaron del pozo. irago

Escuchar a una madre cuyo hijo tiene TDAH o a un joven con ese trastorno es oír hablar a dos supervivientes

08 may 2016 . Actualizado a las 05:00 h.

«Era un apestado, el típico al que no lo invitaba nadie a su cumpleaños», recuerda Toño

El trastorno por déficit de atención e hiperactividad (TDAH) tiene un nombre enrevesado, un diagnóstico al que a veces no es fácil llegar y una realidad más torcida todavía. Lo saben Toño y Rocío, dos héroes. Él, de Vilagarcía, lo vive en su cuerpo y en su cabeza; tiene 21 años y lleva diagnosticado desde que era un crío. Ahora su problema está encauzado. Pero el TDAH le robó la felicidad que se le presume a la infancia. «No tengo muchos recuerdos bonitos de cuando era niño», confiesa. Rocío, de Ponte Caldelas, lo vive como madre de Hugo, con igual diagnóstico y que, gracias a las terapias y al tratamiento, es probable que cuando crezca pueda decir que, pese al TDAH, sí fue un crío feliz. Escucharlos a ambos estremece, sobre todo, cuando hablan de lo que siente un pequeño incapaz de prestar atención en una clase o simplemente de quedarse sentado. Un niño que pregunta: «Mamá, ¿por qué yo no puedo estar quieto como los demás?».

Es casi mediodía y Rocío friega el suelo en el local de Adahpo, la asociación pontevedresa de familias de personas afectadas por TDHA -atiende en Pontevedra, Vilagarcía y Ourense-. Empezó a hacer este trabajo cuando se quedó en paro y no podía pagar las terapias a las que acude su hijo en este lugar -entre tratamiento farmacológico y sesiones gasta unos 250 euros al mes-. La directiva, formada por padres, no quería que lo hiciese. Pero Rocío siente que tiene que aportar algo al lugar que fue «su luz». Sonríe ella mientras pasa la fregona... Y aparenta feliz. Seguramente, hace poco tiempo, no tendría esa cara. Porque junto con Hugo, su hijo mayor, hasta hace poco vivía instalada en el infierno.

Su intuición de madre empezó a decirle muy pronto que Hugo se comportaba de forma extraña. «Mi hijo nunca anduvo. Es decir, no llegó a empezar a andar, empezó ya a volar, a correr a toda velocidad. Nunca lo vi andar tranquilo de pequeño, estaba como loco siempre», dice. Eso, en principio, podía entrar en la categoría de un niño inquieto. Pero en cuanto empezó en el colegio, los problemas se multiplicaron: «La profesora me decía que no atendía, que no se centraba en nada... Me llegaron a decir que podía ser autista... Me volvía loca, no sabía qué pasaba. Mi marido y mi familia me insistían en que era que estaba muy encima de él, que no tenía nada... Pero yo sabía que algo le pasaba».

 

«Era un apestado»

Empezó la peregrinación por los médicos, las pruebas... Fue a un otorrino para ver si no atendía por un problema de audición. Pero ahí no estaba la clave. «Luego fuimos a un psicólogo, gastamos muchísimo dinero, y no veíamos avances. La conclusión que saqué de lo que me decía es que tenía que pasar más tiempo con mi hijo... Yo trabajaba, así que empecé a sentirme culpable».

Las llamadas del colegio eran una constante. Hubo una vez que Hugo fue de excursión a Vigo y los profesores la telefonearon para decirle que el niño no estaba disfrutando, que su comportamiento era horrible. Ella estaba trabajando, no podía ir a recogerle y creyó morir de impotencia. Luego estaban los problemas con la familia y los amigos: «No lo invitaban a los cumpleaños, era como un apestado. Y la familia me insistía en que no lo sabía educar, que era el típico que siempre daba la nota, un consentido».

Pasaron una etapa de riñas. A Hugo le reñían por su comportamiento en el colegio. Y le abroncaban en casa. «Traía más deberes que el resto porque no le daba tiempo a hacer los ejercicios en clase. Yo le reñía, se lo echaba en cara», recuerda Rocío. La vida, esa misma que hundía a Hugo, un día se portó bien. Y quiso que Rocío conociese a una enfermera madre de un niño con TDAH. Así fue como esta mujer conectó con Adahpo. Y se hizo la luz. Lo primero fue hacer un diagnóstico -profesionales que trabajan en esta asociación a veces dan para atrás a muchos casos que no son de TDAH-. Lo elaboraron médicos del Sergas. Hugo tenía TDAH. Su madre entendió entonces que él no podía prestar atención continuada ya que se bloqueaba; que muchas veces no entendía las preguntas de los exámenes porque leía una parte del enunciado, se cansaba, perdía la concentración y ya no leía más; que no se movía por incordiar, es que no podía parar de hacerlo; que es imposible que esté callado durante un tiempo prolongado o que a veces no logra plasmar por escrito o explicar las lecciones que sí tiene interiorizadas.

Comenzaron las terapias, el tratamiento farmacológico... Y la paz, muy poco a poco, se empezó a instalar en la vida de Hugo. «Viene a la psicóloga, a clases de apoyo... Y sale riendo», dice Rocío. Ella todavía tiene cuentas con su pasado reciente: «Me siento tan culpable por haberlo castigado tanto», dice. Pero la sonrisa de Hugo, su genialidad, son su fármaco particular.

 

«Me empujaban y pegaban»

Esa misma sonrisa la tiene Toño, un vilagarciano altísimo al que le cuesta empezar la conversación, pero que acaba hablando con una serenidad implacable. Toño tiene recuerdos duros de su infancia: «En el colegio yo no lograba prestar atención, me aburría y a veces me metía con mis compañeros. A mí me empujaban y me pegaban. Yo siempre era el que se portaba mal, al que lo echaban de clase, el que se tenía que sentar al fondo. Lo pasaba muy mal. Y cuando llegaba a casa era peor, porque estaba tan enfadado que me portaba muy mal con mi madre». El rechazo social iba en aumento: «No me invitaban a los cumpleaños. Había niños que me hablaban, y me decían que querían que fuese, pero que sus padres no les dejaban invitarme. Era un apestado», recuerda. Vivió cambios de colegios. Frustraciones continuas. Y, aunque dice que intentaba esforzarse, no encontraba recompensa. «A veces estudiaba muchísimo y sacaba malísimas notas. No había manera.. Cualquier cosa era un problema. Yo recuerdo que si a un niño le caía un bolígrafo no le reñían pero a mí, como se me caía cinco o diez veces seguidas, pues claro que me reñían».

Toño también hizo un periplo por los médicos. Recuerda una prueba, cree que un TAC, en la que creyó morir: «Tenía que estar quieto dentro de un tubo, me puse nerviosísimo, me bloqueé y entre cuatro personas no me daban calmado». Hasta que le diagnosticaron TDHA. Y empezó con tratamiento y terapia. Su madre, que preside TDHA Salnés, una asociación de padres unidos en torno a este trastorno, tiró de él como si el cordón umbilical que un día se cortó entre ellos siguiese uniéndoles. «Gracias a mi madre saqué la ESO», dice Toño. Con una psicóloga aprendió a relajarse, a contar hasta diez antes de hacer saltar cosas por los aires o echar demonios por la boca. Descubrió otra vida. Se está sacando el carné. Estudia idiomas. Y tiene sueños: «Me gustaría ser pinchadiscos», dice. ¿Tiene amigos, se le pregunta? «Sí, claro que sí», responde, dándole normalidad a algo que, hace años, era impensable.