Todos los adjetivos que se puedan imaginar para calificar la trayectoria de David Cal nunca serán suficientes. Si tuviese que quedarme con algunos sería con los de un deportista sacrificado, constante, metódico y extremadamente introvertido. Solo le he visto exteriorizar un enfado en dos ocasiones, con dos resultados decepcionantes. El resto del tiempo en su cara había una gran sonrisa, para lo bueno y para lo malo.
Además, ha sido un trabajador nato y fiel a lo que le indicaba Suso Morlán. Nunca se desviaba ni un ápice de lo que le decía su entrenador, que puso a prueba en más de una ocasión su gigantesca capacidad de sufrimiento. Recuerdo a la perfección los tres meses que pasó encerrado en el valle del Duero antes de los Juegos de Pekín. Necesitaban buscar un lugar con temperaturas extremas como las de la capital china y allí las encontraron. David vivió como un monje bajo un calor desesperante. Muy pocos están capacitados para explorar los límites de esa forma.
La gente no se puede ni imaginar las cosas que ha tenido que hacer para conseguir las cinco medallas. Cuando había que entrenar a tope, David se desvivía en la canoa. En algunas sesiones terminaba desplomándose sobre la motora que lo perseguía sobre y desde donde le medían los tiempos. Se vaciaba hasta donde le alcanzaba la energía, lo daba todo, tenía claro que subirse al podio de unos Juegos exigía esfuerzos mayúsculos y no ahorró ni una gota de sudor.
A nivel personal, lejos del ritmo frenético que demuestra en competición, es un chico tremendamente tranquilo, que se queda dormido en todas partes. Cuando te subes a un avión con él, cierra los ojos antes de que los azafatos terminen de explicar la normas de seguridad. Y lo que más me gusta de él es que jamás se le ha subido el éxito a la cabeza, es el mismo chico accesible y humilde que comenzó a escribir su camino hacia la élite con 14 años en el Centro Galego de Tecnificación Deportiva de Pontevedra.