Veiga, el lama que instruyó a Rodrigo Rato

Carmen García de Burgos PONTEVEDRA / LA VOZ

POIO

cedida< / strong>

La madre del monje Rincher Gyaltsen es de «Poio pequeno» y su padre de Raxó. Él nació en Uruguay y a los 8 años se mudaron a Nueva York. Más tarde se fue a vivir a la India. Comenzó a los 18 años a intentar saciar su curiosidad sobre la meditación. Buscaba «lo infinito». Hoy dirige uno de los principales centros budistas de España

26 may 2016 . Actualizado a las 10:32 h.

Cuando viene a visitar a sus abuelos a Raxó solo se sirve comida vegetariana. Todos los años pasaba los dos meses de verano con su familia. «Me gustaba pescar, sí. No es muy bueno decirlo para un budista -confiesa, y ríe-. Iba con mi tío a dar lances, calamares, y a las bateas. Tengo muchos recuerdos yendo a pescar con mis amigos y mi tío, y a buscar chocos». Fueron ellos, de hecho -sobre todo sus abuelas-, las que peor llevaron que Alejandro Veiga Martínez dejara todo lo que tenía para convertirse en el Lama Rinchen Gyaltsen. «Empezaron a llorar: No me hagas esto, yo quiero bisnietos??. Estaban muy tristes, más que nada por desconocer. Y, con el tiempo, a medida que hablaron con budistas y conocieron más el budismo y que no solo existe el catolicismo en el mundo, y hay otras tradicionaes muy sanas que se dedican también a mejorar la sociedad, entonces ahora están muy alegres y me apoyan». Sus padres, dice, se lo tomaron mejor porque vivía con ellos y no fue una decisión drástica.

Comenzó con 18 años sintiendo curiosidad por la meditación y ahora, con 44, dirige una de las comunidades pequeñas pero más influyentes de España. Fue él quien preparó la gira que Sakya Trizin, segunda autoridad del budismo tibetano, realizó este mes por el país, e instruyó a Rodrigo Rato cuando se retiró a meditar en un templo de Pedreguer a mediados de abril. Como buen maestro -eso es lo que significa «lama»- no habla de sus alumnos. Ni siquiera bien. Ni aunque representen los valores más diametralmente opuestos a los que él hace décadas que dedica su vida. «A las personas que vienen aquí yo no las juzgo. Cada quien tiene su historia, y hasta ahora no he conocido a nadie perfecto. Hasta mis grandes maestros están creciendo y trabajando, así que todos tenemos espacio y lugar para mejorar. Todos podemos y debemos mejorar, y a las personas que más necesitan hacerlo encantado de poder ayudarlos».

Habla muy pausadamente. Su madre, natural de «Poio pequeño», y su padre, de Raxó, emigraron muy jóvenes, tras la Guerra Civil, a Uruguay y, cuando Alejandro tenía 8 años, a Nueva York. Por eso se define como «hijo de emigrantes que, a su vez, estaban emigrando». Fue en Estados Unidos donde se crió y aún conserva un vago acento. Reconoce que fue «el más mimado de una familia extensa», y de ella recuerda precisamente las largas cenas formadas por «veinte, treinta o cuarenta personas jugando a la brisca hasta las tantas de la noche».

En casa en ningún sitio

La de Galicia es posiblemente la herencia que le ha dejado más marca. No es consciente de tener otras. Al contrario, está convencido de que fue la falta de raíces la que le permitió «no sentirse en casa en ningún sitio». También sí estar cómodo en un país como la India: «Es un universo aparte, donde todos los extremos están delante de ti simultáneamente», incapaz de esconder sus aspectos negativos. «En cada paso que das ves la opulencia más exagerada y la pobreza más extrema», explica, y reconoce que «inicialmente fue un shock», pero fue este contraste precisamente lo que lo cautivó la primera vez que viajó allí. Tenía 25 años y había conocido a un lama tibetano en la ciudad de los rascacielos que lo había terminado de sumar a la causa. «En el budismo creemos en la reencarnación, y muchas inquietudes ya las traemos con nosotros. Durante mucho tiempo estuvo tratando de indagar cuál era el propósito de la vida», afirma.Sus primeras visitas fueron en solitario, para explorar el país, y duraban meses. Entre tanto, se matriculó en la Universidad de Rutgers en Económicas -«era un ambiente muy egocentrista, materialista»-, Filosofía, Psicología y Arte. «Quería encontrar lo infinito, el vehículo para profundizar en la realidad, y la psicología, el arte y la filosofía occidental se quedaron cortos. Ahí encontré el budismo y descubrí que podemos lograr una felicidad más genuina que dependa menos de las circunstancias externas», explica desde el centro que dirige cerca de Denia, la Fundación Sakya.

En Estados Unidos su padre se había convertido en el jefe de Rayos X de un hospital, y su madre, que en Uruguay era ama de casa, había abierto una tienda de ropa de niñas, y entre todos habían pasado a engrosar las filas de la «clase media baja» norteamericana. A los 29 cogió las maletas y se fue a vivir al país asiático. Allí lo formaron como maestro tántrico. Responde con naturalidad cuando se le recuerda que habrá gente que piense que viven aislados de la realidad: «Al revés, cada vez es un mundo más real, estamos cada vez más cerca de lo que transcurre». Dedica una hora por la mañana y otra por la noche a oraciones y meditación en grupo. El resto del tiempo lo reparte entre prácticas privadas y las seis horas de trabajo: traducen textos, dan enseñanzas y cuidan los jardines. Y, sobre todo, piensan.