El ebanista que dedicó toda su vida a los cabezudos

Ángela Precedo / r.e. VILAGARCÍA / LA VOZ

PONTEVEDRA

MARTINA MISER

Manuel Bóveda, ebanista de 87 años de edad, se ha criado rodeado de estas tallas de madera, realizadas por su padre, y las cuida con esmero para que cada año salgan y triunfen en los pasacalles

26 jul 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

Detrás de unas tallas de madera puede esconderse mucha vida. Aquella que irradian los niños que, entusiasmados, siguen a los cabezudos por las calles en su recorrido; y también aquella del ebanista que, a sus 87 años, los ha visto ‘nacer’ y ha creado algunos de ellos: Manuel Bóveda. El artista los considera sus propios hijos, y por eso los cuida y los mima como tal. En Carril se le conoce como Papito, apodo que le viene como anillo al dedo, porque ese es el rol que adopta con sus creaciones.

Su padre también era ebanista. Tenían una carpintería allá por 1931 en Carril, donde realizaban encargos en una época en la que los muebles de madera tenían gran demanda. Fue así como, siendo Manuel un niño, recuerda que «unos señores llegaron a la tienda y le encargaron a mi padre aquellas figuras que llaman cabezudos». Su padre creó el Rey, la Reina y el Pequeño. Tres tallas que luego él iría retocando con el paso del tiempo, para mantenerlas en el mejor estado. «Para mí es algo muy familiar, un recuerdo de mis padres; y a mi hijo, Jose, también le gustan». Fue él quién le animó a construir otro, pero por problemas de salud tuvo que aparcarlo durante un tiempo. Con todo, acabó por terminarlo en 2010, transformando su creación inicial en lo que hoy se conoce como Maruxa, pareja del Policía.

El ebanista se sorprende al pensar en cómo han cambiado los materiales empleados en tan poco tiempo: «Mi padre creó las figuras con papel, cola y lo que llamamos género, un tipo de madera, además de con lienzo y albayalde (pigmento para darle color); antes no había plástico; eso son modernidades». Por ser de madera, «sabía que iban a caer dependiendo de quién los llevase». La Reina, por aquel entonces, pesaba ochenta kilos, «como una persona», y el Rey setenta. En el tono de Manuel se deja sentir la admiración por aquellas personas que hace cincuenta años, hambrientos y en situación de pobreza, eran capaces de cargarlos desde Carril hasta la playa de Vilagarcía, donde los turistas se admiraban de su grandeza y les daban alguna peseta como recompensa. «Los pocos bariños que había en la zona le daban vinos, para poder seguir disfrutando con ellos».

Ahora, entre risas, comenta: «los jóvenes de hoy no tienen problema para llevarlos, toman mucha vitamina A y C». Actualmente, ocho chicos son los encargados de realizar las salidas anuales, porque, pese a que los cabezudos son seis (el Rey, la Reina, la Negrita, el Gigante, el Cabezudo y la Maruxa), tienen que hacer relevos. Cada uno cobra sobre cien euros por el trabajo, «y bien merecidos», comenta Manuel. «Fueron a Santiago, cuando no existían aún más cabezudos, acompañando a la tradicional Danza de espadas».

Su mirada se torna gris cuando recuerda la guerra, tiempos muy duros para todo el pueblo español, y también para sus queridos amigos de madera: «Lo pasaron muy mal; los almacenes en los que se guardaban no tenían techumbre y estaban mal cuidados, entonces con la lluvia se deshacían; no había dinero para poder hacerles las ropitas». Tres costureras de Carril se encargaban de arreglarlos antes de salir la procesión, «y mi padre los retocaba según quería la Comisión, ya constituida entonces». Manuel era un niño todavía admirado por la grandeza de las creaciones de su padre y que empezaba a aprender las bases de la ebanistería, negocio familiar con el que continúa. «Estuve aquí hasta el 59 y luego trabajé también como ebanista en el extranjero, aunque seguía viniendo todos los veranos a Carril, no faltó ni uno hasta el 93, cuando ya me vine definitivamente».

A partir de ese año, la Comisión, conocedora de quién era Manuel, de quién había sido su padre y del cariño que le tenían en Carril, le confió la tarea de reparar de nuevo las figuras. «Les saqué todo el peso que pude, los vacié y les hice otra construcción de madera no tan pesada como la que tenía, que era de roble y pino manso», explica. Orgulloso, también afirma que «fue mi señora la que se encargó de la vestimenta y del peinado, porque es peluquera». Ambos compartían un piso en Vilagarcía y sonríe nostálgico al recordar cómo invadieron la sala de ropajes y telas para cortar el vestuario de los cabezudos. «Los materiales son de la mejor calidad, incluso tenemos comprado las pelucas durante un viaje a Mallorca», asegura el ebanista. «Ya están para aguantar otros 30 o 40 años».

La Cofradía de Carril, en agradecimiento, les cedió «un local muy bueno», que actualmente Manuel utiliza tanto para las reparaciones como para «ir haciendo mis cositas, en el banco de carpintero que tengo allí». Y, eso a lo que Manuel llama «cositas», su nuera lo llama «maravillas», ya que medio bar Castelara, en Carril, está amueblado con sus creaciones, desde reposavasos hasta mesas y sillas. Porque eso, dar vida a la madera, es lo que lo hace feliz.