La angustia vital de la que Jose sacó un libro

María Hermida
maría hermida PONTEVEDRA / LA VOZ

PONTEVEDRA

cedida

Vivió los años del plomo de ETA en el País Vasco. Lo contó en una publicación con efecto balsámico

18 abr 2017 . Actualizado a las 05:05 h.

Las historias de los años del plomo de ETA, de cómo se vivía aquel rosario de atentados desde dentro, desde las familias de las víctimas y de los etarras, se están colando en decenas de vidas actualmente a cuenta del libro de Fernando Aramburu, Patria, ahora mismo en el cresta de la ola. Jose Alfonso Romero, para bien o para mal, no necesita leer en ningún lado lo que ocurrió en aquellos tiempos en el País Vasco. Estaba allí. Lo vivió en primera persona como agente de la Guardia Civil. De hecho, también lo contó en un libro. Él, que lleva casi toda la vida afincado en Caldas aunque ahora esté pasando una temporada en Extremadura, lo hizo en una publicación de relatos llamada La hija del txakurra, publicada en el 2015. Su libro no es exactamente autobiográfico. No narra cosas que le pasaron a él. Pero, en realidad, sí cuenta muchas cosas de él. Porque, tal y como él indica, su libro va del dolor que todo aquello produjo y que él sintió en sus carnes, que aún siente hoy. Va también de que las palabras sirvan como bálsamo, como recuerdo, como homenaje. Y a él, según señala, haberlas escrito le han aportado calma. Es con ese sosiego con el que se pone al teléfono desde tierras extremeñas en una mañana de luz intensa y primoroso cielo azul de las que a él le gustan.

Jose, sin tilde en la e, como le llaman sus allegados, empieza su narración en un pueblo de Ourense. Fue allí donde nació. Era hijo de un guardia civil. Y, siendo aún un niño, lo enviaron a Madrid a estudiar en un colegio para seguir los pasos de su padre. No le tiembla la voz al describir cómo vivió esa época: «Se me hacía odioso. Vivíamos humillaciones absurdas, nada tenía sentido», recuerda. Ahí se formó y, ya convertido en guardia civil, le dieron un destino que a la postre le acabaría cambiando la vida. Se fue, con sus 19 años pelados y sus ilusiones en la maleta, a San Sebastián. Estuvo en Ondarreta y en Intxaurrondo.

«Éramos gente con repuesto»

Llegó en el año 1979 y se marchó en 1983. Lo primero que cuenta de su llegada al País Vasco es la belleza de la playa de Concha, de los paisajes en verdes de Euskadi. Uno le escucha y hasta parece que va a hacer un relato idílico de aquellos tiempos. Porque Jose tiene sensibilidad y capacidad para hablar bonito. Es capaz de narrar de los años más duros de su vida y hacer pequeños recesos para contar que está en Extremadura viendo una golondrina y que su simple y natural vuelvo le hacen estremecer. Por eso sorprende el mazazo verbal que da de repente: «Fueron durísimos los años del plomo, los que me tocó vivir allí. A mí no me mataron. Tuve suerte, porque aquello era una cuestión de suerte y de números. Éramos muchos... unos caíamos y otros no. Pero vi morir a compañeros. Y viví cómo nosotros, las víctimas y sus familias éramos unos apestados. Nadie te saludaba en la taberna, nadie te miraba a la cara, nadie te llamaba por tu nombre. Yo era un

txakura

, un perro, que es como nos llamaban allí a los guardias. Y para el Estado eras un número. Tenías todo el tiempo la sensación de que éramos gente con repuesto, que si nos mataban vendrían otros a sustituirnos y no pasaría nada», dice. Señala que a él no le tocó hacer labores conflictivas. Que su ocupación era ir al Banco de España, a prisiones y actos rutinarios semejantes. Pero que allí daba igual. Para muestra, uno de los casos que recoge en su libro: el de unos compañeros, motoristas, que fueron a regular una vuelta ciclista a un pueblo de Álava. La organización los entretuvo hasta que llegaron sus verdugos.

Su único recuerdo amable de los años del plomo suena como una canción de Serrat. Se llama Lucía. Jose aún no entiende que ella, extremeña afincada en Euskadi, se atreviese a relacionarse con él, «con un paria, porque eso es lo que era allí, un apestado». Pero lo hizo. Y se acabaron viniendo juntos a Galicia. Tuvo varios destinos. Y finalmente ambos, primero novios y luego matrimonio, montaron el campamento base en Caldas. Jose se jubiló a los treinta y pocos años, aquejado de angustia vital y estrés postraumático y sin entender demasiadas cosas. «La vida a veces es extraña. Yo cuando volví anduve en temas sindicales, dentro de la Guardia Civil, y me acuerdo de ponernos las capuchas para leer comunicados... yo que venía de un sitio en el que los que hacían los comunicados con capucha eran los terroristas... me tuve que poner una para defender la democracia. La verdad es que es una paradoja», dice.

La jubilación tan temprana tuvo también su parte buena. Vio crecer a Lucía y Adrián, sus hijos. Cuando habla de ellos, la visión amarga que tiene de parte de su existencia se torna en recuerdos amables. «Con lo rápido que andamos por el mundo sí que es una maravilla poder criar a tus hijos», indica. También pudo cumplir su sueño de escribir y publicar su libro. Lo hizo gracias a un micromecenazgo y a su imborrable memoria. Y ahora, a los 56 años y desde Extremadura, la tierra de su mujer, de la que regresa de cuando en cuando a Caldas, piensa en sacar de su mente poemas o libretos teatrales. Habla desde allí de un cielo infinitamente azul. De campos llenos de flores. De una belleza superlativa del campo que pisa. Y se siente aquejado del síndrome de Stendhal, ese vértigo que dicen que produce la belleza artística suprema. También cuenta que tiene miedo a morir e ir a un sitio «que no se llame Lucía», como la mujer a la que ama. Pero no se asusten. Quizás no esté tan mal. Simplemente, es un literato.