Matemáticas

Roberto Antón

FIRMAS

21 dic 2014 . Actualizado a las 05:00 h.

Hace unos días calculaba con un amigo matemático el dinero que nos habíamos ahorrado todos estos años que llevamos sin jugar lotería. Entre bromas concluíamos que si durante este tiempo hubiésemos guardado ese dinero en una hucha ahora tendríamos una cantidad interesante para hacernos un buen viaje.

Es cierto que, visto con objetividad, hay poquísimas posibilidades de que nuestro billete coincida con el número que cae de esos enormes bombos, y que existe la misma probabilidad de que toque un número bonito o feo, o que sea premiado el boleto comprado en la administración de nuestra calle o el que hayamos adquirido tras horas de cola en doña Manolita.

A pesar de todas estas evidencias científicas irrefutables, hay algo que se escapa de estos análisis objetivos que resulta imposible cuantificar. La lotería es un juego, y en el juego ocupan un lugar privilegiado las emociones.

Todos guardamos en la retina las imágenes de gentes descorchando las botellas de champán en la puerta de las administraciones de lotería, campañas de publicidad donde se nos desea que la suerte nos acompañe, o el rostro de algún conocido que nos cuenta que este año le ha tocado un pellizquito.

Luego las matemáticas nos dirán que del billete premiado, una importante parte será para Hacienda, y alguna investigación nos mostrará cómo muchos de aquellos que resultaron agraciados hace años viven ahora arruinados tras una pésima gestión de todo aquel dinero caído del cielo.

A pesar de todo esto, hoy nos despertamos con la ilusión de ser nosotros quienes descorchen la botella de champán, de tener la posibilidad de tapar algún agujerito, e incluso de permitirnos derrochar sin freno, porque como dice otro brillante anuncio de lotería, no tenemos sueños baratos.