Una inspectora que enseñaba español a los «café con leche»

carmen garcía de burgos PONTEVEDRA / LA VOZ

PONTEVEDRA

Alba Fernández compaginó su trabajo en sanidad y el voluntariado en Algeciras

26 oct 2014 . Actualizado a las 21:04 h.

Alba acaba de escribir una carta muy sentida sobre la muerte de Álex. Es uno de los chicos que logró cruzar la frontera con Marruecos y llegar a Algeciras, y quiere que su hermana sepa que no murió solo, y que al otro lado del Estrecho era importante para alguien. Tras tres años de lucha y de superar una cantidad inimaginable de obstáculos, Álex perdió la vida. Y se llevó con ella un trocito de la de la pontevedresa, una de las primeras personas con las que trató el joven marroquí tras llegar a España.

Cuando la llamaron de la Consejería de Sanidad de Andalucía ni siquiera sabía adónde iba. Le habían otorgado una sustitución de verano como inspectora de Sanidad para el campo de Gibraltar. Le había tocado por las listas resultantes de las oposiciones a las que se había presentado para la comunidad andaluza. Al poco de llegar a Algeciras fue directamente en busca del llamado «padre Patera». Se ofreció como voluntaria para ayudar a los miles de inmigrantes que cada año cruzan el mar que nos separa. Empezaba el verano y se preveían nuevos aluviones de personas intentando atravesar las vallas y el mar.

Pero hubo algo en la figura del religioso que no le convenció, y volvía a casa caminando cuando se cruzó con una manifestación pro Palestina cuyos participantes le hablaron de otro religioso, este con muy buena fama entre los habitantes de la zona. Así fue como conoció al padre Andrés, y así fue cómo se acercó al mundo de las pateras y sus tripulantes a través de la casa de acogida La Esperanza.

«Comer mucho siempre bueno»

El padre Andrés trabajó como pescador en un barco en el que nadie sabía de su vocación ni de su dedicación cuando no se ganaba la vida con la pesca. Una de sus cooperantes, una monja que se dedicaba a dar clase de español a los recién llegados, se iba al día siguiente y no había nadie que la reemplazara.

Con el inglés y lo que recordaba de sus inicios en el curso de la Escola Oficial de Idiomas de Pontevedra se lanzó a su nueva tarea. Por las mañanas ejercía como inspectora de Sanidad, y las tardes las dedicaba a sus alumnos que, aunque eran principalmente subsaharianos -muchos de ellos de Sudán del Sur- procedían de diversas partes del mundo.

«Les iba explicando lo que se me iba ocurriendo a mí, primero cómo saludar, cómo presentarse, después si iban al médico saber decir me duele el estómago o qué parte del cuerpo le duele. Recuerdo que les dije: por ejemplo, si te duele el estómago, te puede doler (fíjate el ejemplo que se me fue a ocurrir), si comes mucho, te empachas y te duele el estómago. Y me respondieron: Comer mucho siempre bueno. Esa frase se me quedó para siempre», cuenta, y ríe.

Muchos no saben ni qué edad tienen. Había uno que primero no me quería decir la edad, y al final, acabó la clase, salió y me dijo yo creo que tengo 24 o 26 años. Y eso lo pensamos nosotros solo en algún abuelo o bisabuelo».

Eran ellos mismos quienes se describían a sí mismos como «café au lait»: «Les costaba entender la diferencia entre el ser y estar, y yo les decía: «Ser no cambia: yo soy mujer y soy siempre mujer, y tú hombre; yo soy siempre blanca, y tú negro, excepto Michael Jackson, que cambia de color». Y me decían: «Yo no soy negro, soy café con leche. Ellos hacían diferencias de colores, y decían: «Negro es este».

Unas obras del Ministerio de Defensa causó daños en el centro que obligó a cerrarlo. Así continúa. Alba, mientras, asegura que lo más importante que aprendió de su experiencia en el centro de inmigrantes es «que no tenemos ni derecho a ser infelices».

solidarios el drama de la inmigración

«Al salir de clase un día un chico me dijo: creo que tengo entre 24 y 26 años»

Los daños ocasionados por unas obras obligaron a cerrar La Esperanza