Mi beso con Ruiz Mateos

Isaac Pedrouzo ESTO NO ES OREGÓN

OURENSE CIUDAD

25 mar 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

Los primeros besos pueden cambiar una vida. Todos los recuerdos de mi infancia huelen a cigarrillo negro. En los 80 todo sabía más fuerte: el tabaco, el alcohol, incluso las victorias. Todos me huelen a Ducados gracias a Paula, una amiga de mi madre que dormía enfrente de mi cuarto en una habitación que perdía humo negro por debajo de la puerta y por la que solo pasaban chicas. Siempre creí que era cocinera porque mi madre, a menudo, la llamaba tortillera, aunque jamás nos hizo el desayuno.

Paula me despedía cada noche dándome un cariñoso beso de buenas noches, era como de la familia, y a pesar de que yo odiaba aquel beso con sabor a cenicero, ya nunca podría dormirme sin él.

En 1989 sufrí el beso más duro que recuerdo. Mi abuelo vivía su pequeña transición particular, mucho más difícil y dura que la de nuestra democracia. No tenía guion ni referencias y la vida lo afilió, de manera temporal y anecdótica, al partido político Agrupación Ruiz-Mateos. El señor medio calvo, de tez rojiza y brillante -y aficionado a vestirse de Superman en televisión- visitaba Ourense concediendo un mitin en el restaurante Sanmiguel, que durante un tiempo cumplió la misión de reunir a las altas esferas con sus lujos, con su gran pecera llena de bogavantes y centollas dándote la bienvenida en la entrada.

El empresario disfrazado de político prometía devolvernos nuestra ciudad, promesa inútil que quema al pronunciarla, siempre acompañado muy de cerca por el cardado pretencioso de su mujer tratando de aspirar a primera dama.

Terminó el mitin en una explosión de aplausos, copas de champán barato alzadas y gritos de júbilo que ni John, ni Paul, ni George, ni siquiera Ringo habrían sabido gestionar. No sé si estaba planeado de antemano, pero de repente me vi como el único niño en la sala de conferencias del Sanmiguel, de repente me vi en el estrado agarrado de la mano de Ruiz Mateos, sentí su beso en mi frente inmóvil, casi hechizado bajo el poder de una meiga que no me permitía realizar ningún movimiento.

Noté, pude casi ver, cómo se me iba la infancia. Cómo se alejaba en tiempo récord por la calle del Paseo. Cómo las orejas me crecían de golpe y las entradas se hacían más prominentes a cada segundo. Cómo empezaba a dejar de ser niño.

En 1990 ya no teníamos partido político.

Pocos años después, los justos para darse cuenta de que seguía siendo inútil querer que nos devolvieran nuestra ciudad, un beso predecesor a una mano por dentro del pantalón consiguió que me echaran de un bar -un Miudiño recién inaugurado- por escándalo y mal gusto adolescente. Allí dejé todo lo poco de niño que guardaba en el bolsillo pequeño donde solo caben las monedas.

Ahora ya nada me huele a tabaco negro, las orejas -a pesar de no dejar nunca de crecer- han adoptado un tamaño normal y aceptable, y desde 1998 no he vuelto a regalar besos con saliva en los sofás de los bares.