Dejar de ser invencible

Isaac Pedrouzo ESTO NO ES OREGÓN

BARBADÁS

22 may 2017 . Actualizado a las 21:56 h.

Hace tiempo que decidí dejar de ser invencible. No sé si fue el día en que me di cuenta de que, en alguna parte del camino entre Barbadás y Celanova, en uno de esos bares-tienda-estanco, alguien me cambió por otro. Ese niño rubio y gordo que duerme en las fotos de la cómoda de casa de mis padres no soy yo. Puede ser también, lo sé, esta rendición a mí mismo, a mi vulgar sentido de usar las cosas fáciles de la vida como sentarme siempre en el retrete por comodidad, o no pelear las batallas perdidas porque al final son eso: perdidas. Quizás decidí dejar de ser invencible la mañana de enero en que me llevó a las rebajas por primera vez y el estrés de subir y bajar los tres pisos de lo que un día fue un teatro, me golpeó tan fuerte en la cara que me mareé y caí haciendo círculos en el aire dignos de un 7,5 si algún jurado generoso estuviese revolviendo entre la lencería y las camisetas.

Me hice vulnerable a cualquier ataque cuando ya eran «Madre» e «Hija», esas dos señoras que deambulan por Ourense distanciándose una de otra según el grado de enfado que tengan. Las que me sacaban fotos a escondidas con su móvil y no yo a ellas, como un disparate salido de la cabeza de Woody Allen y dirigido por Monty Phyton. Ser invencible te hace soportar ser mal querido y querer mal, reírte porque una vez más han salpicado a alguien por meter la cabeza en la fuente de la plaza del Hierro para ver los peces de colores que nunca existieron y, al mismo tiempo, sentir la bofetada del alivio porque nunca vas a picar, contradiciendo a esa sensación de derrota por haber perdido la ingenuidad de los 11 años. Ingenuidad capaz de aceptar y pasar por alto que, lejos de aquí, más allá de la frontera de A Gudiña y Portugal, alguien todavía nos recuerda por aquel desafortunado ourensano que llegó a la luz blanca al final del túnel aplastado por una piedra mientras buscaba el calor del contacto sexual en una gallina. Foto en las portadas. Sin «te quieros», sin amor.

Pero yo decidí renunciar a ser invencible. Olvidar la tortura de tener que cortarme las uñas y el pelo toda la eternidad.

Dejé de obviar el amargo sonido del amplificador roto del heavy que, sentado siempre en el sitio estratégico donde el eco se hace insoportable, manosea un solo tras otro sin la pereza típica del que se repite y se sabe repetido, sin esperar nada a cambio, pero siempre agradecido de cada moneda de 20 céntimos que alguien arroja a la funda de su guitarra.

No puedo, sin embargo, atribuirme mérito ni exclusividad por mi decisión de dejar de ser imbatido, y me pregunto si es coincidencia que también las ancas de rana y los chicharrones del bar Relámpago, bar incombustible de esos con serrín como alfombra, resolviese que ya estaba bien con eso de ser inmortal y un señor del dinero le ganase la partida para convertirlo en otro local más de paredes blancas y muebles suecos. Y entonces pensé que no podremos ser siempre invencibles, tú y yo no, quizás La Granadina sí.