Con revancha y sin piedad

Isaac Pedrouzo ESTO NO ES OREGÓN

OURENSE

11 mar 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

Supongo que la excitación de la infancia es difícil de dominar. Saber qué hay de cierto en algunas veces, en algunos recuerdos.

Hay recuerdos que traicionan más que las personas.

Visité por única vez el zoo a los 9 años. La idea de ver a un león o a un elefante detrás de mi propio cristal había sustituido en emoción a las noches en vela esperando a los reyes magos y a las interminables impaciencias por abrir regalos de cumpleaños con sabor a decepción y falsas sonrisas alegres envueltas en papel de regalo como resultado.

En la puerta de lo que resultó ser un centro de acogida y recuperación de animales, nos recibió un buitre de nombre Nicolás. No podía volar a causa de un disparo, y lo habían amaestrado para que fuese el encargado de guiarnos por aquel peculiar zoo.

El buitre Nicolás se movía con maestría entre cada calle, entre cada jaula.

Para un niño de mi edad aquello era la felicidad. Incluso a mi edad de hoy lo parece todavía. Pero nadie me creyó.

Los niños de mi colegio eran incapaces de creer mi historia, tomándome por loco o mentiroso, incluso por ambas cosas a la vez haciéndome dudar de mi propio recuerdo de verano. Ya no eran niños.

Loco y mentiroso asalté la cartera de mi madre eternamente olvidada en el mueble recibidor de la entrada, ese mueble que ha de servir para proteger pero donde uno siempre pierde las llaves. Con todo el poco dinero que pude robar corrí a la plaza de abastos diseñando en mi cabeza la estrategia perfecta, el plan ideal que demostrase mi verdad. Ni siquiera la señora Pilar increpando a cada madridista que se le acercaba a comprar el pan en su chiringo culé de piedra era capaz de distraerme de mi objetivo: demostrar que el buitre Nicolás existía. Compré un pollito con la edad justa para poder caminar solo pero todavía incapaz de volar, lo metí en mi mochila y seguí corriendo hasta la Alameda. Subí al palco de barandillas rojas donde cada verano tocaba la orquesta y solté al pájaro. Le dediqué horas de entrenamiento. Eternos fracasos de orden-premio, inútiles gritos y vanas exhibiciones de conducta que lo amaestrasen igual que alguien lo hizo alguna vez con Nicolás. Y entonces sí dudé de que el buitre hubiese sido un sueño. Llegué a casa demasiado vencido para decidir. Decidí como deciden los niños: rápido y mal.

Liberé al pollito en el jardín del Posío con la confianza depositada en que crecería feliz en libertad con los patos que roban las patatas fritas de los padres despistados. Y me olvidé de él. Volví al cabo de unos pocos años. Noté como un pavo real fijó su mirada en mí en el segundo cero en que crucé la puerta del jardín, sentí su presencia a distancias políticamente correctas en cada movimiento, hasta que me despisté y le di la espalda. Me atacó con rencor, con revancha y sin piedad hasta que me echó de allí custodiando la entrada por si trataba de volver. El pollito había crecido y había ganado.