Los mitos americanos

Baltasar Porcel ESCRITOR Y CRÍTICO LITERARIO (ANDRACH, 1937-BARCELONA, 2009)

OPINIÓN

02 sep 2018 . Actualizado a las 05:00 h.

He visto por fin Fiebre del sábado noche. Y además un sábado por la noche, en el pueblo, donde la película interesó, aunque sin alcanzar el entusiasmo despertado por Mazinger Z. John Travolta, desde luego, es poca cosa como actor. Pero sí un bailarín excepcional. Su cuerpo es capaz de flotar, en perfecta sincronía muscular, incluso más allá de la música. Es como si esta se adaptara a él, fuera un animal domesticado, en lugar de ser el danzarín quien la siga.

Y eso que en la película Travolta baila menos de lo que había imaginado yo, a juzgar por el alud de entusiasmo y comentarios provocado. Que siendo así haya despertado una sugestión tan enorme -en Londres sus fans casi le han chafado a él, guardaespaldas y coche- prueba doblemente su capacidad de hechizo. Lo que no obsta para que su nueva película, Grease, estrenada en el reciente festival francés de Deauville, sea hecha trizas por bastante críticos. Como el mismo Travolta: se habla de él como ídolo con los pies de barro, como producto consumista y alienante de la sociedad capitalista. Hay algo que indigna a toda una serie de sociólogos y críticos, y es cualquier mito o gran oleaje surgido de los Estados Unidos.

Les gusta, en cambio, cuando ya han fenecido. Los astros muertos americanos motivan exaltados entusiasmos en esos mismos ensayistas y periodistas. Si ayer era la pobre Marilyn Monroe y anteayer el inefable Rodolfo Valentino, ambos de una mediocridad artística comparable a la de John Travolta, hoy empieza a ser Errol Flynn, vano y estereotipado peón del séptimo arte si los hay, el que comienza a hacer las nostálgicas delicias de los cinéfilos del milieu. Supongo que pasa una de estas dos cosas: que su única obsesión es ver a los Estados Unidos convertidos en un inmenso difunto, porque son ellos, los citados críticos, quienes, muertos en vida como el conde Drácula, solo aciertan a alimentarse de cadáveres. 0, quizá, las dos cosas a la vez...

Veo difícil, razonablemente hablando, una crítica al mito Travolta y a la materia que lo crea: la música y la danza, la «fiebre del sábado noche». El luminoso misterio, arrebatado y oscuro, de las discotecas posee un encanto cordial y excitante. Están la acción, todo el estallido físico que comporta el baile, y la embriaguez del sonido dispuesto en dinámica armonía. Y luego lo que de ritual erótica tienen los movimientos gestuales de la pareja, sumergida en sí misma y en el ambiente musical.

¿Qué tiene que gustarles, si no, a los jóvenes? Y a los ya no tan jóvenes; yo mismo, intermitentemente, me siento fascinado por ese vigoroso ensueño del baile inglés y americano. Si no se hace esto, colectivamente, ¿qué queda? Hacer algún deporte. Porque todo lo demás, desde acudir a los estadios a contemplar partidos de fútbol a sentarse ante la televisión, son ocios tan pasivos como represivos. Borreguiles, si se abusa. La «fiebre del sábado noche» arrastra hacia la libertad, la iniciativa, el contacto, la comunicación.

La película de Travolta, por lo demás, incide también en la dinámica social. Y no por su calidad, sino por sus propósitos, Como Buscando a Mr. Goodbar o Una mujer descasada pretende advertir de peligros sociales a la par que estimula la propia personalidad infundiendo confianza moral. Es la asimilación a escala masiva, y a la inversa, de lo que hace diez años era revulsivo minoritario.