Teoría del paraguas

Miguel-Anxo Murado
Miguel-Anxo Murado VUELTA DE HOJA

OPINIÓN

Ed

Por lo visto, la alternancia de lluvia y sol hace que nos olvidemos de este objeto fácilmente. También se olvidan más habitualmente los días que alternan nubes y claros

08 abr 2018 . Actualizado a las 05:00 h.

La historia verdaderamente kafkiana, el ejemplo prototípico del universo desconcertado de Kafka, no es la imposibilidad de entrar en un castillo misterioso o un juicio absurdo en el que no se conocen los cargos; es la pérdida de un paraguas, simplemente. Ese es el argumento de América, una novela que dejó inacabada el escritor praguense. La cosa es esta: un joven emigrante de dieciséis años llega en un trasatlántico al puerto de Nueva York y le deja su maleta a alguien para que se la vigile mientras va a buscar su paraguas perdido. Entonces es él quien se pierde en el vientre gigantesco del barco, empujado por quienes entran y salen, y se queda sin maleta y sin nada. Angustia vital, existencialismo, y ya está.

Lo comprendo. A mí los paraguas también me inspiran un poco de angustia vital, porque me recuerdan el paso del tiempo. Cuento los años por paraguas perdidos, quizás uno cada dos años. Van y vienen como relaciones fracasadas. Me acuerdo de ellos siempre cuando llegan estas fechas, y luego en otoño, porque es entonces cuando, según las estadísticas, se pierde con más frecuencia el paraguas. Por lo visto, la alternancia de lluvia y sol hace que nos olvidemos de él fácilmente. También se olvidan más paraguas los días que alternan nubes y claros, y durante las tormentas de verano. Se olvidan más a menudo en los comercios y los bares que tienen paragüero que en los que no lo tienen, y en las casas donde el anfitrión los deja a secar en el cuarto de baño. Entre los papeles sin publicar de Nietzsche que aparecieron a su muerte, había uno que decía únicamente eso, «he perdido mi paraguas», y hay que contarlo entre sus reflexiones filosóficas, porque un paraguas solo se recuerda, realmente, cuando se olvida.

En total, los datos oficiales dicen que perdemos unos cinco paraguas a lo largo de la vida, pero esto es una media. En las ciudades que pasan de los 120 días de lluvia al año, donde la gente posee al menos dos paraguas, el número se acerca más bien a veinte. Y además existe una brecha de género considerable. Lo pude observar una vez en una visita al vientre del olvido, que era la oficina de objetos perdidos de la Autoridad de Transportes de Londres. De los 12.000 paraguas que se apilaban allí, casi dos tercios eran de hombre.

Las empresas de seguros dicen que a lo largo de la vida perdemos 198.743 objetos, pero, por alguna razón, el paraguas es uno de los que echamos en falta con un mayor grado de frustración. Quizás porque es una prolongación de nuestro brazo, quizás porque, como camina a nuestro lado, acabamos confiriéndole la categoría de animal doméstico. Dickens, cuya obra está llena de paraguas carismáticos, lo explicaba en un ensayo: el paraguas es nuestro albacea, el depósito de nuestra personalidad, nuestras convicciones morales, nuestros gustos, nuestros juicios. A él le parecía que cada vez que lo dejaba a la entrada de un edificio público sentía que cedía con él algo importante de sí mismo; y de ahí desarrollaba su famosa teoría, según la cual solo somos nosotros mismos en la calle, bajo nuestro propio paraguas.

Sí, me acuerdo de los paraguas perdidos sobre todo cuando llegan estos días en los que alterna la lluvia y el sol. Repartidos por paragüeros de distintas ciudades, en los almacenes de las compañías de transporte, los museos, o en casas de conocidos que hace décadas que no veo, se encuentran los años de mi juventud, medio rotos, olvidados o reutilizados. Se han quedado en los lugares donde no me he quedado yo, presas de su propia nostalgia. No sé si me esperan todavía, como perros fieles.