Sobre retos y respuestas

procopio EL SUEÑO DE UNA NOCHE DE VERANO

OPINIÓN

25 jul 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

Siendo adolescente Corvus lo había aprendido en los manuales de la tribu. Sin estirpe no hay carácter y sin carácter se disipa la energía. También había aprendido otra cosa. Al menos una vez al año todos los miembros de la estirpe debían propiciar una experiencia muy particular. Consistía en elevar lo profano hasta aquellos niveles de excelencia que obligan a pensarlo y a vivirlo con las categorías de lo sagrado. Los gurús de la tribu sabían, claro está, que la religión había perdido parte de su antiguo poder para configurar y dar sentido al mundo. Pero seguían pensando que sin una ventana abierta a la trascendencia el mundo acabaría convirtiéndose en una especie de supermercado. Para poder lograr tal experiencia Corvus disponía de un instrumento que nunca le fallaba: el último movimiento de la novena sinfonía. Para el cuervo, como para mucha otra gente, la música era ya la única teología posible. Y esa era la razón que explicaba su presencia en A Coruña. Revivir la experiencia esta vez nada menos que en la voz de Ainhoa Arteta y en la ejecución de los maestros de la Orquesta Sinfónica de Galicia.

Ahora ya era medianoche y había plenilunio. Corvus estaba acurrucado en lo más alto de esa torre que muchos llaman de Hércules y él prefería decir de Breogán. Llevaba un largo rato repitiéndose los versos del Himno a la Alegría. En el idioma que de joven había disciplinado sus neuronas: «Freude schöne Götterfunken / Tochter aus Elisium / Alle Menschen werden Brüder / Wo dein sanfter Flügel weilt». Todos los hombres llegan a ser hermanos donde palpita tu suave ala. En esos gozos andaba metido cuando de la negrura de la noche vio salir volando rápido cinco cuervos negros. Pronto reconoció a sus parientes, los cuervos del Xallas. El cabezaleiro que los mandaba ahorró cortesías o saludos: «Llevamos tres días buscándote. El asunto es muy grave». Ambos compartían un secreto: entre los siete cuervos que habitaban la Torre de Londres, dos eran gallegos. Uno, oriundo de Corme; y otro, de la Terra Chá. Y ahora acababan de ser descubiertos. Con motivo del terrorismo yihadista, la policía había intensificado las inspecciones. Ante la proximidad de uno de los dobermans el cuervo de Corme no pudo evitar un grito: «Coidado co can!». La prueba del ADN dio positiva en los dos cuervos y el Ravenmaster -el jefe de los cuervos- decidió un castigo ejemplar. Los dos cuervos serían entregados a un yihadista que estaba preso en la misma torre para que los decapitase y se los comiese crudos. Al principio Corvus pensó en recurrir a la solidaridad étnica. Movilizar a los cuervos de las siete naciones hermanas: Gales, Escocia, Irlanda, Cornualles, Bretaña, Isla de Wight y Galicia. Tierras de granito y vento mareiro. De gaita, cornamusa y alma celta. Finisterres atlánticos a los que don Ramón Otero Pedrayo llamó As Terras do Solpor. Las que cuando muere el día ven cómo se zambulle el sol en los confines del océano. Pronto se dio cuenta que no había tiempo para eso. Al cabo de un buen rato preguntó a sus parientes: «¿Alguno sabe si es cierto que todos los años, cuando llegaba el primer mes sin erre, el cuervo de Corme enviaba al Ravenmaster un gran feixe de percebes?». Uno de los cuervos aseguró que era cierto y que además el de la Terra Chá, en Navidad, le enviaba dos capones de Vilalba, uno para la Nochebuena y otro para Fin de Año. Nada más oírlo, a Corvus le brillaron los ojos y muy seguro de sí mismo dijo: todo arreglado. Y sin más levantó el vuelo poniendo rumbo al norte. Al cabo de dos días con sus noches, Corvus divisó la Torre de Londres. Estaba amaneciendo. En los aposentos del Ravenmaster vio una ventana abierta y sin dudarlo se posó en el alféizar. El Ravenmaster estaba en pleno breakfast. Sorprendido, miró fijamente al cuervo, quien con gesto serio y marcando las sílabas le dijo: «Per-ce-bes, ca-po-nes, pre-va-ri-ca-ción». Y después añadió: «Si le ocurre algo a los gallegos, llevaremos su caso a la Corte Suprema». El Ravenmaster permaneció callado unos instantes y después, con un estilo que no lo mejoraría don Manuel Iglesias Corral en sus mejores tiempos, dijo: «¿Pero qué me dice usted? No sé de lo que me está hablando. Precisamente esos dos cuervos se han distinguido siempre por su conducta ejemplar. Incluso están pendientes de un ascenso». El Cuervo dio las gracias y se disculpó por las molestias. Abandonó la torre y en cuanto pudo envió un wasap a sus parientes. «Todo arreglado. Pero por favor no os olvidéis de seguir mandando los percebes y los capones». Al recibir el mensaje, el cabezaleiro sonrió y por tres veces repitió la lección: cuando no puedas vestirte con la piel del león, vístete con la de la vulpeja.

El pazo y su metáfora

En la Fundación Rockefeller empezaron a inquietarse con las noticias que llegaban desde lo que algunos ya llamaban Expaña. Como en otras ocasiones decidieron recurrir a Pampinea. Pampinea sabía que la fundación era el más poderoso tentáculo cultural de la CIA. Pero a ella eso apenas le importaba. Respetaban su libertad y pagaban al contado. Pidió a Corvus consejo sobre el lugar donde celebrar la reunión. El cuervo contestó rápido: «Santiago de Compostela. Pazo de San Roque». Había sido iglesia y hospital y después Colegio de Irlandeses, una especie de seminario menor. Una historia de batas blancas y sotanas negras. Metáfora casi perfecta de quienes cuarenta años antes habían pilotado la transición política en Galicia. Unos cuantos médicos -don Pepiño, don Domingo, don Gerardo- y una nube de exseminaristas. Unos de jure y otros de vocación. Pero todos dotados de la vieja sabiduría de la Santa Madre Iglesia. La que les permitía a la vez ser capaces de explicar el Misterio de la Santísima Trinidad y entender por qué en Galicia quienes tenían cuatro vacas o una chalana, cuando llegaba la ocasión, votaban lo mismo que el propietario de El Corte Inglés. Además de tanta violencia simbólica el pazo de San Roque tenía otra ventaja. A menos de treinta pasos mal contados esperaban solícitos los vinos, el pulpo y las croquetas del Garum.

Pampinea inició la reunión con una sentencia tan manida como cierta: «Lo más grave de lo que nos pasa es que no sabemos lo que nos pasa». El Gobierno afirmaba que el país había salido de la crisis. La oposición, claro está, lo negaba. Pero lo cierto es que en la calle algo nuevo estaba sucediendo. La prohibición de fumar en el interior de bares y tabernas había inundado las aceras de toldos y terrazas. El invento del tapeo permitía a mucha gente lo que hasta entonces era un lujo: comer o cenar fuera de casa. Niños, jóvenes y adultos estrenaban tabletas y WhatsApps cada vez más sofisticados. Algunos, más favorecidos, se animaban a cambiar de coche o incluso a apuntarse en un crucero de placer por el Caribe. Pero si se rascaba la corteza no todo era tan amable. El malestar. Todo el mundo se sentía amenazado de algún modo. Víctima pasada o presente de algo que no sabía concretar. Aunque a la baja, la precariedad y el paro persistían y de la mañana a la noche algún banco se iba al garete. Pero no parecía que todo eso pudiese explicar la unanimidad del malestar. ¿Por qué sucedía todo eso? Tras un largo silencio, Corvus se consideró obligado a contestar. Él era más de letras que de ciencias y pensaba que el intríngulis de la cuestión más tenía que ver con la mente que con la economía. «Lo que ocurre», dijo, «es que en apenas dos décadas el mundo se nos ha vuelto irreconocible. No solo lo que antes era sólido ahora se nos ha vuelto líquido. Muchas cosas, valores y costumbres se han evaporado. Y lo desconocido no solo mete miedo a los miedosos. A todos desconcierta». A Corvus le encantó la metáfora que acababa de encontrar e intentó sacarle jugo. «Esa es la situación. Nos han cambiado el concierto y desconocemos la partitura. Todos tocamos de oído y así sale lo que sale. Barbaridades como el Putrumpén». Alguien preguntó qué cosa era eso y sobre la marcha lo aclaró: «El resultado de la hibridación de Vladimir Putin, Donald Trump y Marine Le Pen». La confusión y el desconcierto eran evidentes. Y ahora la pregunta cambiaba de signo: «¿Quién era el culpable?». Corvus no lo sabía, pero estaba seguro de que tenía que existir un culpable. No en vano durante más de veinte siglos la tribu Corvus Corax Xacobeus había sido educada en la tradición judeocristiana de la culpa. Desde el pecado original que nos expulsó del Paraíso. El problema era que eso del pecado también se nos había evaporado.

El reto y la respuesta

Pseudonimus se acordó de Arnold Toynbee y de su dialéctica del reto y la respuesta. Todo gran cambio histórico supone un desafío que exige una respuesta. Quienes aciertan la respuesta pasan a detentar la hegemonía política, social y económica. Pero el propio éxito suele conducir a lo que Toynbee llama la idolización de la respuesta. Se convierte en un ídolo. Y cuando sobreviene un nuevo cambio, los que habían acertado tienden a defender la respuesta a toda costa. Hasta que otros, no necesariamente más listos ni más cultos pero sí más libres, dan con la respuesta adecuada y con ello el poder y la influencia social cambia de manos. Pseudonimus pensaba que bien próxima teníamos una escenificación de esa dialéctica reto/respuesta. Solo a su través podía entenderse cabalmente lo ocurrido en la celebración del cuarenta aniversario de la Transición Política. Un encaje de bolillos. De la Ley a la Ley pasando por la Ley. De oca en oca y tiro porque me toca. Merecido reconocimiento a la clarividencia y generosidad de unas personas. Pero también la percepción de una evidencia: la idolización de una respuesta había puesto fuera de juego a toda una generación. Personajes ilustres pero ya inservibles. Y por si hiciese falta un ejemplo para demostrar la vigencia de la dialéctica reto/respuesta ahí estaba uno bien dramático. El principal artífice del prodigio, el rey emérito, no había sido invitado a su celebración. La disculpa era haber entretenido a una rubia y matado a un elefante. Pero lo cierto es que su presencia se veía ya como un estorbo. ¡Qué le vamos a hacer! Ya lo decían los antiguos: sic transit gloria mundi.

Buscando un D.L.I.

Filóstrato pensaba que la globalización era una manifestación más de la «destrucción creadora» propia del capitalismo y así lo dijo en el debate. También creía que la libre circulación de capitales, bienes y servicios y personas junto a las tecnologías que la hacían posible constituían ese gran desafío que Pseudonimus andaba buscando. Porque ahora resultaba que el fenómeno no era tan benéfico como algunos habían anunciado. Tocabas una tecla y mil millones de dólares podían aparecer en Australia, en Londres o en Nueva York. Pero también podían desaparecer en Panamá, Suiza o en las Seychelles. Mercancías producidas en países más o menos esclavistas desplazaban del mercado a las que cumplían los requisitos obligados en el mundo occidental. Al menos en España no había una familia que no tuviese algún pariente trabajando en Singapur, Dubái o Bogotá. Pero esta vez y eso era la gran novedad no picando piedra, sirviendo copas o limpiando el WC. Filóstrato pensaba que los problemas provocados por circulación tan acelerada no se resolverían levantando muros, sino instalando semáforos. Y no dejaba de extrañarle que en la demonización de ese fenómeno participasen por igual la izquierda más radical y conservadores tan acérrimos como Donald Trump, Theresa May o Marine Le Pen. Otra vez la confusión.

Un sociólogo al que nadie conocía interrumpió a Filóstrato con una cuestión bien sutil: «¿Había alguna relación entre la globalización y la compulsiva demanda de identidad que a tanta gente acometía?». La pregunta cogió a Filóstrato con el paso cambiado. Recurrió a la etimología. Parece natural que el desarraigado busque raíces donde poder agarrarse. Pero lo cierto es que no supo contestar. Una mujer joven intentó echarle una mano. La sociedad funciona como lo hace un termostato. Frente a cada nuevo dispositivo de desarraigo, crea un nuevo mecanismo de arraigo. Político, económico o religioso. La demanda de identidad y pertenencia era una evidencia. También lo era que, contra toda predicción, esa demanda había traído al primer plano el tema de la Nación. Pero el sociólogo no quiso complicarse la vida. Lo que ahora le ocupaba era algo mucho más sencillo: la revitalización de lo local. Todo el mundo quería tener su árbol de Guernica. Y cuando la historia se lo negaba ahí estaban para suplirla las fiestas populares: sanfermines, fallas, moros y cristianos, el Rocío. Además de seguir siendo lo que siempre fueron ahora eran también otra cosa: símbolos de pertenencia. Como en Calanda la tamborrada o los tomatazos en Buñol. Y aún más extraño: como las lanzadas al Toro de la Vega en Tordesillas o como la cabra que todos los años arrojaban al vacío desde lo más alto de la torre de la iglesia en Manganeses de la Polvorosa. Y todo esto amparado bajo el paraguas de un sintagma mayestático: la famosa identidad cultural. Alguien preguntó qué ocurría con ese tema en Galicia. Pseudonimus pensó en los lucenses disfrazados de romanos en Arde Lucus. O los vikingos en Catoira. Pero creía que en Galicia esa identificación se hacía a través de mecanismos más elementales. El lacón, los chorizos, las filloas en el carnaval, la empanada todo el año, la sardiñada en la noche de San Juan. No en vano, la empanada ya lucía idéntica a sí misma en el siglo XII en los capiteles del comedor del Pazo de Xelmírez. Durante mucho tiempo el libro más común en los hogares de Galicia fue La cocina práctica, de Picadillo. E históricamente el primer acto público del galleguismo consistió en una comilona: O Banquete de Conxo. Y solo hace unos días, Xosé Luis Méndez Ferrín ha recordado que los diez Puntos Definitivos de la Unión do Povo Galego se proclamaron en 1963 en el Gran Merendeiro de A Rocha.

Alguien preguntó: «¿Y de qué va eso del D.L.I.?». El sociólogo contestó rápido. Documento Local de Identidad. Una burocracia moderna debe adelantarse a la realidad.

Las zapatillas y la gran revelación

¿Cuál sería el desafío capaz de producir tanto cambio y tanta confusión? En esas cavilaciones andaba Pseudonimus cuando en la plaza do Toural se encontró con un antiguo condiscípulo. Tras los abrazos y saludos de rigor, este le confesó que estaba allí rematando el Camino por quinta vez en menos de cuatro años. Una vez desde Cracovia, dos desde París y otra desde Moscú. De la quinta prefería no acordarse. Pseudonimus se sorprendió de tanta devoción en quien de joven posaba como playboy impenitente. El condiscípulo se lo aclaró: se trata de exigencias de la empresa. Desde hace años trabajaba como ejecutivo en Nike. Pseudonimus no entendió nada. Hasta que el ejecutivo le aclaró que entre los objetivos de la empresa figuraba el incorporar sus famosas zapatillas a la vestimenta tradicional de los peregrinos. En menos de tres años junto al sombrero, la esclavina y el bordón, el ochenta por ciento de los peregrinos deberían lucir bien visibles y brillantes unas zapatillas de Nike. Solo después de conseguirlo intentarían la gran jugada. ¡Sustituir la vieira jacobea por el logo de la empresa! Confundido ante semejante atrevimiento, Pseudonimus preguntó dónde se localizaba esa empresa. Con un aire discretamente prepotente el ejecutivo contestó: a la vez en todo el mundo y en ninguna parte. Pseudonimus seguía sin entender nada de lo que estaba oyendo y volvió a contar al condiscípulo sus cuitas sobre el desafío y la respuesta. El ejecutivo se compadeció de su ignorancia y en tono ya más benevolente le dijo: estás perdiendo la chispa que tenías cuando joven. Deberías hacerte mirar las neuronas. Porque tienes al Gran Desafío delante de las narices y no lo reconoces. Tanto yo como las zapatillas somos un producto típico de lo que eres incapaz de ver: la globalización. 

Despedida y cierre

Nadie sabe si fue el shock de las zapatillas, el sabor de una empanada, los efluvios de un lacón o la mención de la UPG lo que sacó a Corvus de su sueño. Era mediodía. El sol alanceaba con fuerza una muchedumbre de hayas, carballos y castiñeiros. El agua cantaba en los regatos y en un cable del tendido eléctrico dos mirlos se hacían el amor. Desde la lejanía, los perfiles de vía Paxaro y de Formigueiros hicieron saber a Corvus que estaba en O Courel, en la Devesa da Rogueira. Todo en el aire era luz, canto, pájaro, reconciliación. Estaba despierto pero el sueño continuaba allí. No parecía que quisiera despedirse. Pensó: «Estamos hechos de la misma materia que nuestros sueños». Y se preguntó: «¿Adónde irán los sueños cuando nos abandonan?». Por los recovecos de su memoria más antigua empezaron a moverse palabras e imágenes. Pronto reconoció su procedencia. Llegaban desde las mocedades de Ulises. Y, de repente todo se quedó quieto como en una foto fija. Era ese momento en el que el príncipe pregunta: «¿Qué es la mentira, Poliades?». Y este le contesta: «Acaso lo que no se sueña, príncipe».

Galicia celebraba su Gran Día. Corvus decidió celebrarlo llevando unas rosas do Courel a quien «coa súa obra fixo que Galicia durase mil primaveras máis». Levantó el vuelo y puso rumbo a Mondoñedo. Y a medida que fue subiendo, subiendo, se le iba llenando el alma con las estrofas de una cantiga: «No niño novo do vento / hai unha pomba dourada / Meu amigo/ ¡Quen poidera namorala! / Ten aires de frol recente / cousas de recén casada / ¡Meu amigo! / ¡Quen poidera namorala!». Se acordó de Guimarães Rosa: «A saudade é o corazón dando sombra». Y por primera vez en su larga vida supo que podía ser feliz sin estar escuchando a Beethoven.

www.sansalorio.com