Cachetes y maltrato: un gran abismo

Roberto Blanco Valdés
Roberto L. Blanco Valdés EL OJO PÚBLICO

OPINIÓN

SANDRA ALONSO

21 jul 2017 . Actualizado a las 08:30 h.

La inmensa mayoría de los padres españoles que tienen hoy hijos menores están perfectamente capacitados para entender la enorme diferencia que existe entre dar un cachete a un niño de forma ocasional y maltratarlo. Y lo están, por tanto, para mantenerse, sin consultar a un juez o a un pedagogo, dentro del límite en que la sanción constituye un instrumento del proceso educativo, que, utilizado con sentido común, no entra jamás en el campo del maltrato.

 Creo que ese es el adecuado punto de partida para enfrentarse a la cuestión de los castigos que pueden imponer los padres a sus hijos. Porque el maltrato es entre nosotros la excepción y no la regla, aunque sea obvio que hay un porcentaje de casos que tardan en aflorar o no llegan, desgraciadamente, a hacerlo nunca. Y aunque la noticia sea siempre que el niño muerde al perro y no al revés.

Tal constatación no cierra el debate, por supuesto, pero lo sitúa a mi juicio en sus términos precisos. Lo general es que los padres quieran a sus hijos y viceversa y que ese amor sea el que determine su comportamiento; lo general es que los padres utilicen las sanciones (desde un cachete ocasional hasta la prohibición, o la obligación, de hacer tal cosa u otra) de un modo razonable; y lo general es que los hijos acaben entendiendo, aunque les cueste reconocerlo, que sus padres los sancionen no para hacerlos sufrir, sino para contribuir al complejo proceso de convertirlos en adultos.

Porque de eso se trata, aunque no siempre esté claro tal extremo, cuando se habla de los límites a los castigos que pueden imponerse. De hecho este debate, sin duda necesario para terminar con el intolerable maltrato que sufren, pobriños, algunos menores por parte de quienes deberían ser los primeros en protegerlos, no puede plantearse al margen de la cuestión general del proceso educativo de los hijos al que los padres están obligados por el mero hecho de serlo.

Y educar supone necesariamente poner límites. Hay casos en que ello puede hacerse priorizando el premio o la negociación sobre el castigo excepcional y otros en los que aquel resulta necesario para hacer comprender a los niños la lección de que ser adulto no es hacer lo que a cada cual le venga en gana.

«Los padres de los niños a los que nunca se les ha negado nada se asombran de que estos se vuelvan egoístas, exigentes e intolerantes ante cualquier pequeña frustración», escribe el psiquiatra Theodore Dalrymple en un libro (Sentimentalismo tóxico) de lectura más que aconsejable. Y añade: «La disciplina con los niños implica tener un criterio, la elaboración de un criterio supone tener que pensar y pensar requiere energía, pero todo el mundo está agotado».

Tanto, que en ocasiones dejamos a los niños a su suerte y renunciamos a educarlos por comodidad, falta de tiempo o confusión. Lo que es otra forma, aunque menos evidente y más sofisticada, de maltrato.