Pedro, Mariano y otros innombrables

Fernando Salgado
Fernando Salgado LA QUILLA

OPINIÓN

JJGuillen

20 jun 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

Felipe González, a través de un vídeo, les deseó capacidad de acierto a los nuevos dirigentes del PSOE y a su secretario general. Ni una sola vez mencionó el nombre tabú: Pedro Sánchez. Susana Díaz hizo lo propio la noche de su amarga derrota en las primarias. Mariano Rajoy, tan cariñoso con Bárcenas en la intimidad -«Luis, sé fuerte»-, marcó ostensible distancia pública con su tesorero y lo redujo a «ese señor del que me habla». Aznar se empleó a fondo en la campaña electoral del 2015, adujo que «o el PP o el caos», pero se cuidó de ignorar el nombre de su sucesor, Mariano, solo aludido indirectamente en la metáfora del crack que mete «goles en propia meta». ¿Pero qué pretenden los dirigentes políticos al ocultar el DNI de sus compañeros felones?

 Se llama anomia el trastorno psíquico por el que, súbitamente, olvidamos el nombre de un amigo o de un familiar. Dicen los psicoanalistas freudianos que esa patología tiene un significado: el subconsciente asocia el nombre con algo desagradable, elimina en consecuencia el registro y la palabra maldita se nos congela en la punta de la lengua. Pero esta teoría no es de aplicación en el caso que nos ocupa. Los políticos no esquecen los nombres ni la nomenclatura de resonancias molestas, como la recitada prolijamente por Irene Montero en el Congreso. Al contrario, siguen fielmente la máxima atribuida a Kennedy: «Perdona a tus enemigos, pero jamás olvides su nombre». No los olvidan, no, pero los eluden conscientemente y con alevosía.

En realidad -perdónenme los psicólogos esta injerencia de profano-, solo buscan suprimir al sujeto innombrable. Su decisión de ningunearlo brota del recóndito lugar en que anida el instinto asesino. Fijémonos, si no, en las víctimas y verdugos. Nuestro nombre de pila es la palabra más grata al oído, la que nos hace sentir valorados, la que establece de inmediato un puente de empatía con quien la pronuncia. Pero si no te nombran -¡oye, tú!-, tu identidad queda eliminada y ya no eres nadie. No existes o estás muerto.

Este mecanismo del silenciador goza de larga tradición. Ya en su día Stalin borró el nombre y las huellas de Trotski. No existe la entrada Trotski en la Gran Enciclopedia Soviética y su icono se ha esfumado del imaginario de la epopeya bolchevique. Que a Stalin no le bastase con eliminar el nombre y tuviera que eliminar a la persona no demuestra que el método del silenciador no sea eficaz. Sucede simplemente que, a veces, mientras tú evitas decir su nombre, otros muchos lo repiten como loros y le inyectan en vena la vida que pretendías arrebatarle.

Felipe y Susana no mencionan a Pedro Sánchez, pero decenas de miles de militantes socialistas sí lo hacen. Aznar evita el nombre de Mariano en sus plegarias, pero millones de españoles lo citan cada día en oraciones y en blasfemias. A Rajoy le produce urticaria el nombre de Bárcenas, pero jueces y ciudadanos se empeñan en restregárselo por las narices. Y así, claro, ni Felipe, ni Susana, ni Aznar, ni Rajoy logran deshacerse de los fantasmas que los acosan.