Feísmo y bonitismo

Fernando Agrasar TRIBUNA

OPINIÓN

26 may 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

El éxito mediático del término feísmo es un síntoma más, y muy significativo, de nuestro autoodio. El feísmo, instalado ya en el imaginario popular de los gallegos, es percibido como algo contra lo que tenemos que luchar, pero que es parte constitutiva de nuestra idiosincrasia. El feísmo nos avergüenza profundamente, como la onicofagia. 

Nunca me ha gustado el término feísmo, ni cómo se utiliza, ni lo que subyace tras él. El feísmo implica una visión de desdén desde lo urbano hacia lo rural, sitúa toda una serie de graves problemas en un plano meramente estético y señala como únicos culpables a los propietarios de viviendas techadas con chapa metálica, o cerradas con ladrillo sin recubrir.

Seguimos debatiendo cómo combatir lo feo, a través de medidas de impulso de lo bonito. Y cometemos un grave error. Porque lo feo no es solo la ausencia de lo bello, también es lo mediocre, lo carente de nobleza, lo tibio y lo acomodaticio. Hay muchos elementos en nuestro paisaje que no son señalados como feos, y lo son. Vaya si lo son.

No se lucha contra el feísmo con operaciones estéticas, percibidas por el gran público como bonitas. No hay materiales, colores, texturas o formas feos o bonitos. Es su correcta utilización en la complejidad paisajística, que integra realidad física y cultural, la que genera valor, armonía y coherencia. La estrategia del parque temático, imitando las formas de lo tradicional y olvidando todo lo que es sustancial, nos conducirá hacia un feo futuro.

Es evidente que el problema de la conservación del paisaje rural está indisolublemente ligado al mantenimiento de su actividad productiva; que la desagradable presencia de las infraviviendas, esas que afean nuestras ciudades y pueblos, es una consecuencia de débiles políticas sociales; o que las agresiones especulativas que derriban antiguos edificios, o que los desfiguran, son un triunfo de los intereses particulares sobre los colectivos. Si están de acuerdo con lo anterior, indígnense cuando vuelvan a ver un dedo acusador dirigido a un paisano por utilizar un viejo somier como puerta en un vallado.

Poseemos una cultura propia en cuyo pasado no reconocemos lo feo. ¿Por qué ahora sí? Quizá sea porque hemos interiorizado una idea de lo bonito cursi y totalmente estereotipada, olvidándonos de que una cultura, cuando goza de buena salud, incorpora las novedades del progreso transformándolas para hacerlas suyas. No debemos aspirar a que nuestro país sea más bonito, sino más justo, con más capacidad de influencia, óptimamente gestionado y con un mayor desarrollo cultural. La belleza vendrá por añadidura. Como dijo aquel profesor de estética en las postrimerías del franquismo al renunciar a su cátedra por razones morales: «Sin ética no hay estética».