Mánchester y el silencio de los corderos

Roberto Blanco Valdés
Roberto L. Blanco Valdés EL OJO PÚBLICO

OPINIÓN

24 may 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

Desde 1651, cuando el filósofo Thomas Hobbes publica la más importante de sus obras (Leviatán, o la materia, forma y poder de un Estado eclesiástico y civil), han transcurrido 366 años. Pero ya entonces, hace casi cuatro siglos, Hobbes definió con claridad la razón por la que se constituyen los Estados: «Para lograr la paz y la seguridad de todos». Desde 1690, cuando el filósofo John Locke publica la más importante de sus obras (Segundo Tratado sobre el Gobierno Civil), han transcurrido 327 años. Pero ya entonces, hace más de tres centurias, Locke fijó con claridad los objetivos del Estado: «Preservar la vida, libertades y posesiones de los seres humanos». 

El gravísimo atentado terrorista que tuvo lugar la noche del lunes en la ciudad de Mánchester, en el mismo país de Hobbes y Locke, supone, aunque a nadie le guste reconocerlo, un desafío de proporciones formidables a la misión primera y principal que tienen todos los Estados democráticos: garantizar la seguridad de sus ciudadanos. Es decir, garantizar entre otras muchas cosas que 21.000 jóvenes puedan acudir a un concierto sin que un terrorista suicida atente contra ellos, de modo que la noche que comenzó siendo una fiesta acabe en una auténtica tragedia.

Yo ya sé, claro está, que la seguridad plena es imposible y que, a diferencia de las sociedades autoritarias en las que ha nacido el yihadismo, las democráticas han de garantizar un conjunto de libertades que los terroristas pueden utilizar como rendijas por las que colarse para transformar su fanatismo religioso en muerte y desolación. Dicho lo cual, la pregunta que tiene ya derecho a hacerse la inmensa mayoría social desprovista de la protección especial que disfrutan quienes tienen la obligación política de garantizar nuestra seguridad es la de si hemos agotado los medios de los que una sociedad abierta puede echar mano para perseguir a esta escoria criminal. Es una duda legítima, aunque el mero hecho de formularla nos convierta a quienes lo hacemos en sospechosos de defender algo parecido a la ley del talión.

No es mi caso, desde luego. Yo, como tantos otros seres humanos capaces de empatía con los sufrimientos de nuestros semejantes, me pongo en el lugar de los asesinados y de los padres que han perdido o quizá aún perderán a sus hijos tras la salvajada de Mánchester y, por ello mismo, me rebelo con todas mis fuerzas contra el silencio de los corderos que tanto beneficia la acción criminal del yihadismo. Y levanto mi voz una vez más contra ese buenismo que, sin duda bienintencionado, acaba por tapar la necesidad de debatir con claridad si podemos admitir, como de hecho hemos admitido, que las muertes en atentados yihadistas se conviertan en un mal crónico con el que sencillamente hemos de acostumbrarnos a vivir. Porque -en España lo sabemos- en algún momento hay que decir en voz bien alta ¡basta ya!