La corrupción. Y otras basuras políticas

Roberto Blanco Valdés
Roberto L. Blanco Valdés EL OJO PÚBLICO

OPINIÓN

30 abr 2017 . Actualizado a las 10:32 h.

Hay algo que enseña el estudio comparado de los sistemas democráticos: la capacidad de la corrupción política para desbaratar la agenda pública, colocarse en el centro de los debates colectivos y poner a los medios de comunicación en fila india. No es extraño. La corrupción constituye un vicio insidioso que afecta al núcleo mismo del contrato democrático: entregamos poder a los políticos para que solucionen nuestros problemas y cuando en lugar de ello se dedican a llenarse los bolsillos, o las arcas de sus partidos, los votantes-contribuyentes nos sentimos con razón insufriblemente maltratados. 

La corrupción ocupa estos días en España la mayor parte del espacio informativo, centra las conversaciones de millones de personas y domina las redes sociales, convertidas en un estercolero. Resulta, claro, comprensible que el formidable escándalo del PP madrileño y las fantásticas aventuras del clan Pujol arramplen con otros asuntos cuya importancia para nuestro futuro colectivo no ha disminuido tras saberse ¡otra vez más! que hay personas que, violando la ley, utilizan sus cargos públicos y sus relaciones familiares con políticos para hacerse un capitalito, favorecer a sus partidos o ambas cosas a la vez.

Y es que la corrupción, por grave que sea, y en España lo es, no hace desaparecer los otros desafíos a los que nos enfrentamos: ahí sigue el jaleo secesionista catalán, avanzando a paso de gigante hacia el golpe de Estado que la Generalitat pretende dar de tapadillo; como siguen ahí las primarias del PSOE, de las que depende el futuro del partido y también el del país; los datos del paro, que ponen de relieve su grave estacionalidad; la crisis demográfica, atenuada solo por la inmigración; el riesgo para la recuperación económica, afectada por una inestabilidad política que algunos ven como su gran oportunidad; y tantos asuntos grandes y pequeños, que el nuevo vendaval de corrupción, como el monstruo de las galletas, ha literalmente devorado.

La corrupción se lo come todo y no por culpa de los jueces o los medios de comunicación, aunque varios de los primeros y no pocos de los segundos actúen con una responsabilidad manifiestamente mejorable. Pero que la crisis creada por la corrupción sea culpa de los corruptos y, en su caso, de los partidos a los que pertenecen no puede hacernos olvidar que sus consecuencias finales dependerán de cómo afronten la lucha contra ella el conjunto de los partidos y sus líderes. La payasada de la moción de censura de Podemos, rechazada por fortuna de forma general, es una prueba insuperable de una forma de hacer política que podría convertir la corrupción en la tumba del propio sistema democrático: la de los que creen que cuanto peor, mejor; que todo vale para combatir al adversario, al que se considere en realidad un enemigo; y, en fin, que lo importante es llegar al poder aunque sea para administrar solo sus cenizas.