Las falsas enfermedades de Europa

OPINIÓN

27 mar 2017 . Actualizado a las 08:50 h.

En Europa siempre hicieron furor las películas y teatros en los que, siendo evidente la contraposición entre la desgracia real y la infelicidad caprichosa, todo el público llora por las princesas y las chicas mimadas, mientras olvida a la pastora sin madre y sin escuela que tiene a su cargo tres pequeños y un padre borracho. Así sucede en Orgullo y prejuicio, La Traviata, Lo que el viento se llevó o Sissi emperatriz, donde las grandes desgracias son el novio díscolo, los amores difíciles, el vestido de la rival, o el apuesto oficial que baila con otra. Lo que más afecta a la sensibilidad de «la gente» europea es que los ricos también lloran, sin que nadie repare en los entornos de guerra, esclavitud, miseria e injusticia sobre los que se resalta el glamur de los personajes centrales.

Lo malo es que la realidad política de Europa se parece a las películas. Y por eso celebramos el LX aniversario del Tratado de Roma en un espantoso contexto de guerras, hambrunas, dictaduras, migraciones y bandidaje, mientras afirmamos -con más cara que espalda- que los que estamos en crisis somos nosotros, que la UE amenaza ruina, y que la añoranza de los reaccionarios amenaza nuestra felicidad. En realidad hemos celebrado la inmensa felicidad del Tratado de Roma como si fuese un funeral: hablando de malos presagios, y separando a los gobernantes del pueblo que, indignado, quiere tirarle los tomates que sobran.

Pero ¿cuáles son de verdad los problemas de Europa? ¿Qué maleficio nos hace verter lágrimas de cocodrilo? Pues lo mismo que hacía llorar a las jovencitas en los brillantes salones de Viena: que el escote no era adecuado, que el teniente de dragones bebía mucho y bailaba poco, o que la prima del príncipe le tenía comido el seso. Porque estos son los problemas de Europa: que a los señoritos franceses y holandeses les gustan los juegos de riesgo con sus extremas derechas; que a los señoritos españoles nos mola hacer rabiar a la casta con jóvenes antisistema y bloqueos disparatados; que a los italianos les pone derrumbar los partidos tradicionales para poner de árbitro al payaso Beppe Grillo, al que la política le aburre y el país le importa un bledo; que muchos intelectuales aún creen que Tsipras y Varufakis, en vez de ser el problema, eran la solución, o que el brexit es una respuesta inteligente a la indignación, o que deberíamos hacer referendos en cada parroquia hasta convertir la UE en un museo de irreductibles aldeas galas.

La opulenta Europa de hoy es una niña consentida y caprichosa que llora y se siente desgraciada por cualquier cosa. Y que -mientras mamá le da mimos, y los esclavos trabajan las fincas, limpian la casa y ponen la mesa- sigue soñando con príncipes azules. Y así se entienden nuestras empecinadas desventuras. Porque el que quiere ser desgraciado casi siempre lo consigue.