Lo grave es que no pase nada

Santiago Rey Fernández-Latorre PRESIDENTE Y EDITOR DE LA VOZ DE GALICIA

OPINIÓN

27 mar 2017 . Actualizado a las 14:32 h.

Cuando hace 135 años mi abuelo Juan Fernández Latorre concibió el sueño de acabar con la postración de Galicia, quizá no podía imaginar que estaba fundando un pilar insustituible en nuestra historia. Su idea era sencilla, y a la vez grandiosa: dar a Galicia su propia voz. Hacer que hablase y hacerla oír. Y así fue desde el 4 de enero de 1882, cuando salió a la luz su primer editorial. Leído con los ojos de hoy, no solo está plenamente vigente, sino que parece que se haya escrito esta misma mañana.

El fuego que se encendió entonces arde hoy. Jamás se extinguió, por muy fuertes que soplasen los vendavales de la historia. Sigue muy vivo y ha sido siempre llama de vanguardia en la defensa de los grandes y nobles y desdeñados intereses de Galicia. Así se decía en aquel lejano día. Y así se dice ahora. Desde mis 55 años al frente de La Voz de Galicia puedo manifestar que no he tenido otra guía, ni otro impulso, ni otra ilusión. Ni otro orgullo. Porque recoger toda la energía de los gallegos, y hacerla presente y firme pese a quien le pese, es la más reconfortante tarea que pueda acometer un editor. Mucho más cuando el título que nos identifica se ha ido fortaleciendo a través de las generaciones de tres siglos.

Con ese orgullo de saber que La Voz de Galicia ha sido siempre arma eficaz para la defensa serena y permanente de los intereses de nuestra tierra, no ignoro que queda mucho trabajo por hacer. Porque aún son precisos gigantescos esfuerzos para remover los obstáculos que frenan su desarrollo. No se puede ocultar que en nuestra sociedad todavía hay demasiados intereses espurios que buscan su beneficio a costa del de todos. Ni que abundan las voluntades disgregadoras. Y que aún falta mucho camino para lograr que Galicia se convierta, «ya que es la más bella» -como decía el primer editorial- en la más próspera y la más culta.

Ni siquiera su belleza ha sido respetada. Antes y ahora, los poderes públicos han dimitido de cuidar sus rías, de dar capacidad y futuro a las comarcas del interior, de hacer atractivas y habitables las ciudades. Basta ver la absurda paralización que han impuesto algunas alcaldías que se dicen progresistas, y la falta de compromiso real de otros políticos con los sectores clave en el campo y en la costa para entender el verso del poeta que definió a Galicia -tan dolorosamente cierto- por ser la que da un paso adelante y otro atrás.

Lo que está sucediendo en las urbes que entregaron los bastones de mando a la presunta regeneración no puede ser más desalentador. Es cierto que todas ellas tenían problemas antes, que faltaba visión integradora, que nadie dibujaba la ciudad de dentro de veinte años. Pero lo que ha traído el cambio no es el avance, sino la parálisis. Lo que funcionaba dejó de funcionar, y no funciona nada nuevo. En ese retroceso -porque estar parado es ir hacia atrás- no solo asumen responsabilidad los que tienen atribuida la capacidad de decisión, sino muy especialmente quienes los sostienen, paralizados también por el pánico al votante fugitivo.

El mismo pánico que hace imposible tomar medidas valientes. Desde castigar la corrupción a poner freno a los privilegios. Desde reformar la anacrónica y burocratizada Administración a hacer fuertes los valores constitucionales. Todo lo que la sociedad considera justo, pero requiere decisión, se aplaza a la espera de que llegue un mejor momento.

No ha llegado todavía el que permita fijar unas reglas claras para la financiación de los partidos. No se espera aún una reforma de la justicia que la sitúe en el siglo XXI antes de que llegue el XXII. Nadie va a hacer nada hasta que se consume el referendo secesionista. Ni una sola área metropolitana va a funcionar mientras no colapsen todos los servicios. Ni una minúscula reorganización territorial o administrativa se va a acometer si obliga a suprimir puestos políticos.

Ya se hará, nos dicen. Pero mientras tanto, todo corre en contra. Se dejan languidecer la pesca, la ganadería y la agricultura sin nada que las sustituya o las modernice; se ahoga la iniciativa de las empresas con normas fiscales más propias de la depredación que del derecho; se descuida la educación y se pierde la esperanza en las pensiones; se desprecia la savia de los jóvenes emprendedores y se abandona a su suerte a los autónomos; se practica la política económica de sálvese quien pueda, y se fomentan el enchufe y el amiguismo.

No son lugares comunes. Los sectores productivos tradicionales desconocen la rentabilidad, y los nuevos carecen de incentivos. Hacienda ha decidido arreglar sus cuentas con Bruselas imponiendo a las empresas retenciones exageradas, y a los ciudadanos más impuestos especiales. Las universidades malviven enclaustradas y sin ponerse al día. Los jóvenes que buscan un futuro sólido tienen que emigrar. La pirámide de población se ha quedado sin base, y la cuenta de cotizaciones y prestaciones no cuadra. Y por si no fuese suficiente, los privilegios de unos pocos aumentan. En la estiba se soluciona con una multa de 134.000 euros diarios, y en la clase política, con puestos bien pagados en los consejos de administración de empresas semipúblicas.

Mientras tanto, Europa, que había sido el lugar del planeta donde más habían avanzado la solidaridad y la democracia, se desmorona y se rompe, infectada justamente por los virus que atacan ambos principios. Las ideas contrarias al humanismo, basadas en el rechazo y la imposición, ganan terreno en cada proceso electoral, y son hoy el germen del desastre. Aunque en eso también parece ir Norteamérica primero.

Si era difícil el tiempo en que La Voz de Galicia echó a andar, con tanto por construir entonces, no es más fácil el que hoy vivimos, con todas las ideas generosas en riesgo de involución. Basta ver cómo se intenta reescribir la historia llenando de groseros borrones las páginas más limpias. Todas las ideas de superación y convivencia que se edificaron en los años de la Transición política, y que fraguaron en la Constitución más brillante que se haya dado jamás España, están hoy puestas en entredicho por quienes ni siquiera las memorizaron bien en los pupitres escolares. Lo que entonces fue reconciliación se quiere presentar como claudicación. Lo que fue reconocimiento se hace pasar por componenda. Lo que fue advenimiento de la democracia se considera imposición. Y lo que constituyó la fiesta de la libertad se quiere llamar hoy censura.

Censura era lo que había en los tiempos más oscuros. Y es lo que vuelve ahora, impulsada por mentes que solo admiten como verdad sus propios prejuicios. Su espíritu crítico consiste en denostar a los demás, como se ve todos los días en el uso que hacen de las redes sociales. Su tolerancia lleva siempre aparejado el número cero. Su convivencia no va más allá de la camarilla.

Pero no son solo los nuevos salvadores quienes han olvidado el valor de la democracia. Partidos que hicieron historia en España aparecen convertidos en corrales de pelea, donde se puede encontrar cualquier cosa, excepto grandeza de miras y servicio al país. Organizaciones que nacieron para defender legítimos intereses de empresarios o trabajadores ignoran sus obligaciones y abochornan a sus afiliados. Gentes de la cultura atienden más a sus protagonismos personales que al legado colectivo. Políticos, grandes financieros, personalidades que se presumían honorables llenan los banquillos o rondan los penales.

Con todo esto, no es de extrañar que en gran parte de la sociedad se haya instalado el hartazgo. O el asco. Y ese es el signo más determinante de que se requiere un cambio. Porque lo grave es que no pase nada. Lo grave es que los poderes públicos, desde el Gobierno central a los autonómicos miren hacia otro lado y quieran hacernos creer que vivimos en un mundo feliz. Lo grave es que el poder, que surge del pueblo, se use contra los derechos de las personas y no pase nada. Lo grave es que los ciudadanos terminen admitiendo que nada se puede cambiar.

Porque no es cierto. La historia demuestra que cuando la sociedad hace suyos los principios democráticos, que nos igualan y nos elevan a todos, hasta los mayores desastres se pueden superar. Lo ha contado este periódico reiteradamente a lo largo de 135 años, como se observa en el magnífico número especial que hoy se entrega con el diario, donde se cincela en lugar de honor el editorial fundacional. Lo muestran las grandes páginas de la historia. Europa superó la devastación de las guerras mundiales con democracia. España venció el ostracismo y la pobreza con democracia. Galicia avanzó como jamás lo había hecho con democracia. Y tiene que continuar creciendo. Porque siempre seremos más los que nos rebelemos contra todo conformismo y contra toda imposición. Seremos más los que nos empeñemos en defender los grandes y nobles y desdeñados intereses de esta tierra. Así lo expresó este periódico en su primer número. Y seguirá haciéndolo porque es La Voz de Galicia. Su título me obliga. Y me llena de orgullo.